sábado, 3 de diciembre de 2011

Historia del Terremoto de Cúcuta en 1875



Historia del Terremoto de Cúcuta en 1875
Tomado del libro TERREMOTO DE CÚCUTA de Luís Febres Cordero.



EL TERREMOTO DE CUCUTA

(Del libro inédito Conversaciones familiares).

Ha sido un ágil cultivador de las remembranzas nativas, sobre las cuales ha publicado el libro que se nombra al principio, el cual viene a llenar un vacío en las crónicas de la ciudad, escritas por quien puede hacerlo ufanamente, testigo autorizado de su vida social en más de media centuria. Otro rasgo de su personalidad es el del estímulo protector a la juventud educanda, que le ha llevado a exhibir con brillo, al frente de varios colegios de Pamplona y Cúcuta, sus relevantes dotes de organizador y de conductor pedagógico. La fundación de la Escuela de Artes y Oficios en esta última ciudad adorna sus sienes con luciente lauro, en la fecundidad de su carrera.

Se acercaba el 18 de mayo de 1875 y el cielo seguía mostrándose sereno, vestido como siempre de esos celajes inimitables que admiran propios y extraños; el movimiento comercial daba animación a la vida social y hacía mayor cada día el medio circulante; la prosperidad se advertía en las comodidades que se proporcionaban los habitantes en sus diversas clases y hasta en los semblantes risueños de los hijos de la antigua ciudad; en consideración a todo ello, el concejo municipal acordó celebrar el día de la Patria, el 20 de julio, con regocijos públicos enumerados en un vistoso programa que debía ser ruidosamente distribuido el domingo 23 del referido mes de mayo. La Omnipotencia divina dejó que la naturaleza, obrando en virtud de leyes físicas, sirviese a sus justos e inescrutables designios.

El domingo 16, antevíspera del inolvidable cataclismo, sintióse a las cinco de la tarde un fuerte temblor que agrietó las paredes en algunas de las casas centrales; el lunes volvió a temblar por la mañana y por la tarde, por lo que el temor a algo desconocido empezó a generalizarse; el martes 18 se oían desde las primeras horas de la mañana y con intermitencias más o menos cortas, sor-dos ruidos subterráneos, cual si grandes masas se desgarrasen del seno de la tierra.

Mucho hacía que las nubes negaban las lluvias a toda la región y por causa de ese largo verano habían desaparecido las aguas de varias quebradas y las termales de Ureña en Venezuela.

El general don Domingo Díaz que había sido víctima del terremoto de Cumaná, pudo observar que las aves no se posaban, y tal observación le hizo colegir que amenazaba un terremoto o fuertes temblores, temor que dio a conocer a varias personas y que le hizo levantar una tolda en el patio interior de su casa para dormir bajo ella la familia toda.

Días, atrás, una mujercita, a la que se juzgó loca, predecía un cataclismo, y es sabido con toda evidencia que vino a Pamplona a consultar el caso que le ocurría con el venerable presbítero doctor Antonio María Colmena-res, quien por dos veces nos ratificó la exactitud de esa versión. Hubo otro caso muy raro también: existía en uno de los campos que median entre el Rosario y San Antonio del Táchira, en el camino que une esas dos poblaciones, un ciego bien conocido en las dos localidades mencionadas, llamado Dositeo López, quien algunos días antes del terremoto decía a su familia: «me huele a Lo-batera; si quieren salvarse duerman en el cocal». En ese cocal se refugió el ciego, y allí se salvó. Había sido de las víctimas del terremoto que destruyó a Lobatera en el año de 1849.

Para pintar el horrible suceso menester sería genio o habilidad descriptiva, pluma delicadísima. La fuerza plutónica de la tierra sacudía la costra terrestre durante todo el día —18 de mayo— y en muchos de los que siguieron a aquel luctuoso acontecimiento, en modo in-creíble y en un radio de muchas leguas; vióse a las cordilleras que circundan los valles de Cúcuta bambolear, y la tierra, que ondulaba cual las aguas del mar, se abría en grietas espantosas que tenían una misma dirección, de oriente a occidente.

A las once y cuarto de la mañana del día 18, a la, hora en que la generalidad de los habitantes almorzaba, sintióse un ruido subterráneo, ronco y prolongado, cual si proviniese del desprendimiento de grandes moles del interior de la tierra, y a él sucedió el primer sacudimiento de trepidación y en seguida otro y muchos otros más, de trepidación unos y de oscilación otros, que destruyeron totalmente la ciudad en cortísimo número de minutos. Corrimos instintivamente hacia la calle y nos situamos en el centro de las cuatro esquinas cercanas a nuestra casa, y desde ese punto vimos caer los edificios de una calle, la en que quedaba la Botica Alemana, como caen las cartas de naipes superpuestas y en sucesión continua, en confusión espantosa, pues unos edificios caían hacia fuera cubriendo las calles y otros hacia el interior, formando todo montones enormes de escombros; produciéndose ruido horrible con el derrumbe de las paredes junto con el crujir de las maderas y los gritos de clamor y de espanto de millares de víctimas. Una nube espesísima de polvo envolvió a los sobrevivientes, entrándosenos por boca y narices hasta dificultar la respiración; y habríamos perecido indefectiblemente por asfixia cuantos sobrevivíamos, si un viento impetuoso no hubiera arrastrado aquella nube que pasó por sobre los caseríos que quedaban al occidente de Cúcuta y que por el volumen pregonaba provenir de un suceso desconocido. Despejado el horizonte, pudimos darnos cuenta de la magnitud del suceso: ¡ qué horror!, ni un solo edificio, ni siquiera una pared en pie se percibía en la extensión abarcada por la vista; a los oídos llegaban en confuso clamor los ayes y lamentos de los heridos, los gritos de cuantos sobrevivían, que impetraban misericordia. Un momento después, y perdidas las nociones de distancia y de tiempo, vimos salir de entre las ruinas a algunos de los que eran nuestros vecinos, sin poder reconocernos recíprocamente, pues el polvo que nos cubría y la expresión de terror nos tenían desfigurados; ¡nos creímos mutuamente muertos que surgían de sus tumbas! La idea de ser llegado el fin del mundo dominaba los espíritus, y a tal idea contribuían el terrible cuadro que ofrecía la perspectiva y la manifestación de la aterradora fuerza de la Omnipotencia Divina.

Y para aumentar lo sombrío de aquel cuadro pavoroso, apenas destruida la ciudad, algunos seres desalmados se entregaron al pillaje, y descerrajando las cajas de hierro en que guardaban el dinero sus poseedores, producían un ruido infernal e incitaban al robo a cuantos veían los cuantiosos dineros de que se adueñaban; la fuerza nacional que estaba acantonada en la ciudad, abandonada de sus jefes, aumentó el número de ladrones, y las ruinas, con las enormes riquezas que contenían, y las víctimas quedaban a merced del más audaz y desnaturalizado. Aquel bochornoso pillaje duró por algunos días, hasta que una nueva fuerza, comandada por los generales Fortunato Bernal y Leonardo Canal, liberal el primero y conservador el segundo, se presentó en el puente de San Rafael, donde acampó; y después de convencidos aquellos jefes de la necesidad suprema de acabar con el bandalaje para poder restablecer la normalidad y asegurar con ésta la existencia de millares de personas, aprehendieron a siete ladrones, y sometido el primero de los presos, bien conocido en la localidad y llamado Piringo, a Consejo de Guerra verbal, fue condenado a muerte y pasado por las armas en el mismo día, a las cuatro y media de la tarde. Con esa dolorosa medida cesó el bandalaje y se aumentó en una más la cifra aterradora de las víctimas del terremoto...

Sobre el desolado campo que había ocupado la antigua y bella ciudad de Cúcuta, quedaban los despojos mortales de más de tres mil víctimas, la cruz de un ajusticiado y la muestra del reloj público señalando imperturbable la hora siniestra de las once y cuarto de la mañana.

Julio Pérez F.

EPISODIOS DE LA CATASTROFE
Luís Febres Cordero F.



De propósito hemos reservado este lugar, para consignar aquí nuestro personal homenaje de respeto a la memoria de la noble ciudad desaparecida hace cincuenta años.

Reuniendo algunos episodios, escritos en diversas épocas y tomados de la fuente de labios ancianos, nos ha parecido conveniente presentarlos en conjunto para hacer uniforme la labor. Bien hubiéramos querido hacer más nutrida y meritoria esta colección, pero de una par-te, se van perdiendo las reminiscencias particulares y en el día quedan ya muy pocos de los sobrevivientes de la aciaga fecha; y de otra, hemos preferido deliberadamente la fidedigna narración de los testigos y la respetable colaboración ajena, seguros de que éstas avaloran en forma más nítida nuestro propósito, que en el presente caso ha sido únicamente de compilación.

Con todo, no hemos querido prescindir de nuestra modesta ofrenda, porque cabiendo dentro del plan general de este libro, puede servir de invitación a otros, para el acopio de los materiales sobre que el futuro narrador haya de dar afortunada cima a la importante obra histórica.

La destrucción radical de una ciudad como la de Cúcuta, donde, como dice un escritor, «se había verificado literalmente la terrible imagen bíblica de no quedar piedra sobre piedra», imponía orgullosamente la colección de todas estas noticias, como base justificativa del cognomento con que hemos adornado la nueva ciudad triunfante, en la portada de este libro: «ejemplo de energía dentro del carácter nacional».



LA TUMBA DEL PASTOR

(Fragmento del artículo En las sagradas naves del volumen II en preparación Del Antiguo Cúcuta).

Las ruinas de la iglesia de San Antonio sirvieron de lecho funeral al cura de la ciudad, doctor Domingo Antonio Mateus. ¡Gran pérdida para la acongojada familia cucuteña fue la de este notable sacerdote en aquellos momentos de pavura y desolación inenarrables! Desde luego advirtióse el vacío de su iniciativa y de su acción, de su palabra y de su autoridad, que seguramente habrían calmado muchas angustias y consolado muchas lágrimas, alrededor de la tragedia del espantoso excidio. Con justicia escribió uno de sus amigos, el doctor Francisco de P. Andrade, en el 69 aniversario de la catástrofe:

«El pastor que dirigía este virtuoso rebaño, varón fuer-te, ilustrado y capaz de sobreponerse a los efectos de aquel cataclismo para llevar al ánimo desesperado y enloquecido de sus restos sobrevivientes, desbandados sobre las ruinas y colinas inmediatas, los consuelos de nuestra santa religión, presbítero doctor Domingo Antonio Mateus, fue también convertido en masa informe por las moles derrumbadas de su morada. Quedamos única-mente a merced de los consuelos que pudieran traernos nuestras plegarias pronunciadas con la débil y entrecortada voz de la propia agonía».

Vivía el doctor Mateus en una casa de su propiedad, contigua a la iglesia de San Antonio, bajo cuyos viejos muros, de tapia pisada, quedó traidoramente soterrado al buscar su salvación. Salió precipitadamente a uno de los patios interiores, donde un alegre y extendido viñedo, objeto de su solicitud, convidaba a la meditación y al descanso debajo del umbroso ramaje, pero quiso la adversidad que, enredado entre pámpanos y sarmientos, sin tiempo ni tino para desembarazarse de ellos, las cuarteadas paredes del templo y de su casa, en feroz desquiciamiento, le oprimieran bajo su enorme peso. Sus despojos no pudieron ser inhumados sino al cabo de tres meses, al revólver los escombros; entonces se depositaron en el antiguo camposanto de Cúcuta, hoy urbanizado, en medio de solemnes exequias 'funerales, presididas por el primer párroco de la ciudad, a partir del terremoto, que lo fue el presbítero don Juan Nepomuceno Landazábal. Fue causa de asombro para los circunstantes que presenciaron el desenterramiento, el que el cuello, las manos y los pies se encontraron caprichosamente ligados con los vástagos de la vid, por donde se colige que el infortunado sacerdote tuvo una agonía dos veces terrible, por obra de las angustias de la asfixia y de las redes de aquella impensada prisión.

Apasionado por la industria vitícola, atendía personalmente al cultivo de dieciséis plantas de vid, de la mejor casta moscatel, blancas y moradas, cuyos jugosos racimos, multiplicados por su diligente mano, solía obsequiar a sus amistades dilectas. Precisamente el día del terremoto con la herramienta del viticultor desadornaba la frondosidad de los viñedos y la podadera fue hallada al lado de sus despojos. ¡Quién habría de decirle al mirar éstos entre las ramas secas de la parra, que no habría de tener otras flores su tumba que las guirnaldas que le entretejiera la planta predilecta! ... Extraña coincidencia: poco antes del sacudimiento, un canoro turpial, agasajado por el sacerdote antes de empezar sus faenas de podador en 'el jardín, a fuer de misterioso adivinó de la próxima catástrofe, irrumpió en un canto melancólico, que fue tomado por los que lo oyeron como sombrío presentimiento de tristeza. El alado agorero, víctima también del temblor, anticipaba de esta suerte a su desprevenido dueño una funeral salmodia.

Se cuenta que el doctor Mateus, procedente de respetable matrimonio formado por don José María Mateus y doña Josefa Angulo, nació en Vélez en 1811. Tenía, pues, sesenta y cuatro años cuando la furia del temblor confundió entre los escombros su cuerpo vigoroso. Era de complexión fuerte, de gallarda apostura y fisonomía agradable, todo el continente propio para dejar buenas impresiones en el que le oyera hablar: hábil en hacer interesante su conversación, generoso en sus obras, muy querido entre las clases populares, supo disminuir sus defectos dentro del acervo de sus merecimientos. De sus iguales merecía respeto, apreciando su concepto los dirigentes, no sólo por la autoridad, pero asimismo por la tolerancia y discreción que usaba al emitirlo.

El antiguo templo de Cúcuta se construyó a poder de sus aptitudes de hombre emprendedor y de su perseverancia y celo de ministro. El fue el fundador de la célebre Sociedad Católica de Beneficencia, bajo cuya sombra se agruparon las más distinguidas damas y caballeros de Cúcuta, para hacer de aquella una obra útil y agradable en el horizonte social de la ciudad. Nos referimos a las veladas del Instituto Dramático y a otros cultos entretenimientos, cuyos proventos pecuniarios se aplicaban a la construcción de la iglesia principal. Salió a la defensa de la misma Sociedad con la pluma del controversista, cuando espíritus suspicaces, escocidos por el prurito de la difamación, combatían sus levantados propósitos me-nos por decoro de las cosas sagradas que por entorpecimiento de las buenas.

Vio entonces (1865) la luz pública el periódico La Limosna por él dirigido, y como su nombre lo indica, destinado a dar lo espiritual de la doctrina en cambio de las contribuciones económicas del pueblo. Por ahí, en algún archivo olvidado debe existir la colección de esta hoja, de la cual se imprimieron pocas ediciones. Aunque el doctor Mateus no era propiamente un escritor ni un orador, se le leía y oía con gusto, a causa de su estilo claro y preciso, ni desaliñado ni pintoresco, revelador de las copiosas lecturas con que había refinado su agilidad intelectual. De ésta última daban testimonio sus dotes de improvisador y aún más, su oportunidad y amenidad en el palique amistoso; y de aquellas, la interesante y variada biblioteca de que era poseedor, la más notable sin duda que hubo en Cúcuta al extinguirse la antigua ciudad.

De joven, fue también el Padre Mateus cura de las poblaciones vecinas de San Cayetano, Santiago y algunas otras. Parece que hizo estudios de seminarista en Leiva y los continuó después en la capital de la República. Era el menor de cuatro hermanos, todos los cuales siguieron la carrera eclesiástica, tres de ellos en diversas órdenes monásticas. Uno, dominicano, de nombre Fray Simplicio Mateus, fue cura de Ciudad Bolívar, y murió hacia 1871 en la misma histórica ciudad. De los otros dos no sabemos la suerte.

El Padre Mateus sustituyó al doctor Francisco Romero en el curato de la ciudad, habiéndose posesionado de éste el día 21 de junio de 1847, jueves de Corpus. Es segura-mente el párroco que en la ciudad ha tenido más dilata-do servicio pastoral.



LA SAGRADA FORMA

Uno de los espectáculos sobre los cuales se hizo más sensible la general consternación hubo de ser sin duda el montón de ruinas en que se convirtió instantáneamente el templo mayor de la ciudad. Cifraba en él su orgullo el pueblo y su ornato la iniciativa urbana. Era hermoso en su construcción y magnífico en sus alhajas, rico de lujosas tradiciones, grato y dilecto para la efusión de los recuerdos del alma regional, poderoso por los tesoros de fe y de piedad allí acumulados por los habitantes.

Como que aun viendo la ciudad sepulta entre la inmensa tumba de sus propias construcciones... ¡a pesar de todos los estragos y de todos los pavores de la conmoción, parecía al espectador tener derecho a contemplar el sagrado edificio en el mismo sitio donde enantes se erguía, severo, enhiesto, inconmovible! El temblor dislocó y trastornó el orden de aquella simetría: las baldosas del pavimento se hendieron y agrietaron, y sus muros, pilastras, columnas y techumbre vinieron a ocupar el lugar del pavimento; la fábrica que surgió del suelo, como monumento del arte, rodaba entre las bruscas concusiones, para quedar humillada y abatida dentro del polvo de ese mismo suelo.

En el orden del culto la ruina fue aún más intensa: el ara en falso puesto, trunca y polvorienta, ya no más volvería a ser sede del incruento Sacrificio; perpetuamente enmudecidas las campanas, apagado el fuego de los turibulos, mútilas y secas las pilas bautismales, y el sacerdote encargado de todo este cuidado espiritual enterrado entre los escombros de su propia mansión. Sin embargo, como en defensa del mísero espectáculo de los alrededores, el Tabernáculo se escondía clausurado, guardián solícito de la hostia del altar . . .

El aventajado oculista y célebre facultativo de Maracaibo, doctor Francisco E. Bustamante, efectuó con ruidoso éxito una operación de cataratas al virtuoso sacerdote, Presbítero Rafael Guerra, también oriundo del Zulia, que a la sazón servía el curato de la vecina población de Ureña, en el Estado Táchira. Con este motivo, el Padre Guerra se encontraba en Cúcuta hacía poco más de un mes, en condición de convaleciente, huésped considerado de la casa del distinguido caballero don Ildefonso Belloso. El día 17 había recibido el paciente plena autorización del cirujano para poder consagrarse a las ocupaciones habituales de su ministerio, y al efecto, dispuso que el 18 celebraría el Santo Sacrificio en hacimiento de gracias en el templo de San Juan de Dios.

Así lo hizo, en efecto, habiendo recibido las congratulaciones y parabienes de gran número de sus amistades que asistieron al acto.

Poco después de la hora del temblor, se encontraba el sacerdote, presa de hondas meditaciones, en el sitio que había sido la casa de sus huéspedes, cuando gentes de varias condiciones vinieron a avisarle que la Sagrada Forma, aprisionada sosegadamente en sus áureo recipiente, permanecía intacta, aunque oculta en medio de la soledad y pavorosa devastación de la iglesia mayor derrumbada. El sacerdote se encaminó con pasos solícitos hacia el lugar donde lo llamaba el deber, y ya en la calle, a uno y otro lado, sufría el tormento de no poder apiadarse de las víctimas del temblor, que aquí lanzaban los ayes y los gritos del dolor y la agonía, y allá suplicaban con desesperación la gracia de oírles la confesión de sus culpas.

Llegó al sitio del atrio, donde horas antes se había erguido, magnífica y soberbia, la casa del Señor. Sin vacilar, sin conturbarse un punto, desposeído el ánimo de toda impresión de sobresalto, con la persuasión que da el cumplimiento del deber, se acercó al lugar de las ruinas, salvando vigas, ladrillos, piedras y montones de tierra, hasta divisar la Hostia, agobiada por tantos despojos, presidiendo empero con la majestad de su blancura aquel horrible espectáculo de luto y de desolación.

Pensara el austero levita, al condolerse de la sólida construcción totalmente aterrada y de la santidad del lugar cuasi opacada, que aun el mismo Dios de los altares había sido vencido por la pavorosa convulsión terráquea, y en un momento de confusión, quizás pasó como violenta ráfaga por su pensamiento el burlesco apóstrofe con que la antigüedad gentílica fazfería la fe de los primeros cristianos: ¿Ubi est Deus eorum? ¿Dónde está el Dios de éstos... ?

El ministro de Dios elevó hacia lo alto la rutilante joya, apartó después el diáfano vidrio, asieron sus temblorosas manos el Santísimo Sacramento, y con majestuosa unción consumió el pan ázimo. La Custodia que soportó los ultrajes del temblor, forma hoy una de las veneran-das reliquias del actual templo de San Antonio.

No hubo otro testigo de este acto, que una piadosa mujer, de nombre Bárbara Rita Zapata, que desde lejos observaba con tristeza la escena de aquella elevación solitaria aunque triunfal y que enantes había sido una de las acuciosas mensajeras de la noticia de la situación del Tabernáculo. Anciana respetable, cuya mano estrechamos con cariño en los días lejanos de nuestra adolescencia.

No hubo tampoco ara enmantelada para descansar la alhaja. Ni se agitaron las campanillas de los acólitos en señal de alegría. Ni se encendieron lumbres para significar la gala del santuario. Un sacerdote desacompañado, casi como un eremita en el desierto, celebró la última oblación en el templo de Cúcuta. Sólo el polvo de los escombros, disimulando sus vaguedades trágicas, imitaba con reverencia las espirales del incienso.



LAS PLEYADES

Hacía pocos años contaba la ciudad con un instituto de enseñanza privada para niñas, que regía con acertada mano la respetable señora doña Matilde Cabrales de Vargas de la Rosa, digna compañera de aquel varón probo, oriundo de la histórica ciudad que apellidó valerosa el Padre de la Patria, miembro conspicuo del foro del norte, que respondía al nombre de Ramón Vargas de la Rosa. Varón de austeras virtudes, así en su vida privada como en el escenario de la pública, dibujó en los lineamientos de su hogar la gentileza y severidad de su armonizado espíritu, y él mismo catedrático, aportó al Colegio de la Inmaculada sus cálidos fervores de convencido apóstol de la educación. Este colegio fue uno de los primeros a que la antigua sociedad consagró sus complacencias, como premio a la abnegada labor de su directora, y a los frutos de moral y de virtud que difundiera en el horizonte social del cucuteño valle.

Contábanse en el colegio siete niñas seminternas que en el día del temblor, congregadas en el amplio patio, a la hora del habitual recreo, rifaban un pañuelo, sobre que una de ellas había consagrado los primores de su mano, experta en el manejo de la aguja de bordar. Un ramo de miosotis, en hilos de seda, con los colores clásicos de la flor graciosa y diminuta, mostraba la paciente labor, y ya se sabe que ellas quieren decir en el sortilegio de los jardines a los corazones que se acercan la locución cariciosa «no me olvides».

Sobrecogidas de pánico al estruendo del edificio que se desplomaba, el instinto de conservación llevó a las alumnas y a la directora del colegio al zaguán, con el propósito de buscar la calle y ponerse a cubierto del peligro. Mas no hubo tiempo. Las paredes del zaguán las sepultaron y a dos de ellas quebrantó el peso de una viga el lindo cuello, donde después se vieron por collares los grumos de la sangre, que habían dejado las bruscas dislocaciones del hueso occipital.

El pañuelo quedó en las manos de una de las discípulas, denunciando el inocente juego de pocas horas antes. Quizá la que lo tenía fue la favorecida por la suerte, aunque para todas fue ésta amargamente adversa, preparándoles tumba tan doblemente trágica, por lo inesperada y por lo triste. He aquí sus nombres: Lola Vargas de la Rosa, Sara Garbiras Ferrero, Soledad González Garbiras, Bienvenida Montel, Soledad y Delia Galavis e Isabel Uribe. Todas perecieron instantáneamente, al lado de la férvida maestra, cuya solicitud dos veces maternal por la naturaleza y por la profesión, vio frustrado el angustioso esfuerzo por salvar una sola siquiera de sus alumnas dilectas. En cuanto al simbólico ramo de miosotis, inscrito en el pañuelo de la despedida, se nos antoja creer que es como un mensaje epitáfico con que cada una de ellas demanda de la posteridad el homenaje cariñoso de la recordación. Porque son las Pléyades del Pamplonita.

Siete fueron aquellas en el mito, y transformadas en estrellas por la poderosa fantasía helénica, adornan en la celeste esfera el cuerpo de la constelación Tauro. Agrega la leyenda que se llamaron así del verbo griego pleo, navegar, porque se ven de preferencia en el mes de mayo y los antiguos nautas las tenían como signo de bonanza al emprender la marítima excursión.

Las Pléyades de nuestros valles también fueron siete y también se recuerdan en el mes de mayo. Ya que no sea su nombre entre nosotros talismán de marinos, sirva al menos de numen tutelar para las alumnas que, en nuestras escuelas y colegios, comparten como ellas las lecciones con que han de equiparse en el mar de la vida.



SOBRE LA MÚSICA LOCAL
(FRAGMENTO DE UN DISCURSO)
Los festejos frustrados. La despedida del Cisne. La pérdida del órgano.

Como todos saben, el terremoto despedaza la corona tradicional de la ciudad. Borra todo, esconde todo, y todo consigue soterrarlo como el sepulturero infatigable. De la bulliciosa población hace un desierto y el ajuar de los hogares lo feria en las vendutas del más vil saqueo. Se apaga la intensificada acentuación sonora; se pierde aun el nombre de la obra cuadragenaria de nuestros compositores; algunos artistas perecen, los pianos se callan largo tiempo delante del estrago de las ruinas y su color de ébano parece entonces de ataúd que se hunde entre montones de tierra desmoronada y cruel.

Ese día, a las 11, cerca del mercado cubierto, próximo a concluirse, se congregaban los miembros de la banda de músicos, para alborozar con alegre tocata la distribución del pomposo programa del cercano aniversario patrio. El tremendo ruido subterráneo, que imitaba los roncos furores de la trompeta bíblica, paralizó repentinamente la ejecución de los artistas, pero ninguno arrojó al suelo sus instrumentos, como si todos hubiesen con-centrado en ellos el sentimiento de un cariño profunda-mente paternal. Allá, a lo lejos, la banda se dispersaba bajo la tristeza de las arboledas tambaleantes, como se fuga una bandada de sinsontes, desde la copa de los tamarindos que azota el iracundo viento.

Una mujer, insigne artista, en uno de esos transportes en que el genio confunde la voluntad de sus adeptos, acariciaba a la sazón el ebúrneo teclado con una ejecución perfecta, que aun siendo tan rápida no lo fue tanto como en la siniestra hora la furia del temblor. Quizás fueron esas las últimas notas que se oyeron al convertir-se en escombros la ciudad; y quien las despedía, Anais Meoz Wilthew, en uno de esos transportes en que el genio atropella la voluntad de sus adeptos, en su propio nombre y en el de la ciudad entera, quizá desempeñaba la misteriosa embajada del cisne, de cándido plumaje, que dice adiós a la vida entre sus propios cantos.

El órgano, aquel instrumento a que la Iglesia católica encomendó, bajo las arcadas de los templos, la interpretación del coro rumoroso de la multitud de rodillas, se estaba recibiendo en múltiples bultos para la inauguración del templo parroquial antes de 1875; la mayor parte de ellos se confundieron entre los escombros desolados; y algunas otras balas de gran volumen y peso, quedaron abandonadas en el puerto de Los Cachos, en donde la humedad y la intemperie completaron la obra del pánico de la ciudad y de la escasez de adecuados vehículos para disponer inmediatamente su transporte... Los labradores del contorno juraron la leyenda, y yo la recogí de incultas fablas, donde soñó la poesía sin despertarse nunca; en la remota soledad del bosque, de entre las enmohecidas piezas del patricio instrumento desterrado, surgían a veces como reproches de torrente y complicado borbotón de trueno; el soplo de los enormes tubos, urgidos por el aire nocturno, angustiaba la decoración dormida de la selva al modo de una extraña exhalación coral.



EL ÚLTIMO INSTRUMENTO

El día 18 de mayo se compulsaba en el protocolo original de la notaría un instrumento público, por el cual el señor Eusebio Aparicio, vecino del distrito, vendía a la señora Rafaela Chacón, igualmente vecina, una casita construida de bahareque ... Iban a actuar como testigos los señores José Antonio Atalaya y Elías Calderón, que permanecían con el vendedor y la compradora en el recinto de la oficina, mientras que el notario, diligente en sus oficios, consignaba en el papel ad perpetuam rei memoriam, los detalles y circunstancias del trato.

La escritura está marcada con el número 225, que indica las que se habían hecho en los días corridos del año fatal, número que presupone por promedio la compulsa de cuarenta y cinco instrumentos mensuales. No hubo tiempo de concluirla, porque a la mitad de ella sobrevino el horroroso sacudimiento. Los testigos y el notario se salvaron y probablemente también los tratantes. Pero la pluma, que ya había escrito la trágica fecha, se negó a prestar sus oficios para suscribir la escritura.

Toda la anaquelería, donde se guardaban los contratos, las obligaciones, los testamentos y demás atestaciones de los actos de la vida civil individual, se vino al suelo quebrantada y deshecha, y quedó materialmente cubierta con una espantable pirámide de tierra, sobre la cual cayó en seguida el rigor de copiosos aguaceros. Así permaneció más de dos semanas, hasta que el varón a quien se había encomendado su guarda acudió a visitar los restos de su propia casa en «las ruinas», cumpliendo así la misión de un excavador arqueólogo, que levantaba de entre los despojos de la muerte, la tradición centenaria del trabajo y de la propiedad cucuteña.

El notario, que lo era a la sazón don Juan E. Villamil, natural de la ciudad del Lago, exacto en el despacho de sus atenciones ordinarias, de aquellos cuyo espíritu se dilata en la satisfacción del deber cumplido, dentro de la conciencia de su misión de depositario de la fe pública, estampó de su puño y letra, al pie de la inconclusa escritura, esta nota:

«Al concluir la última letra de la escritura que precede, principió el temblor de tierra que destruyó, el día dieciocho de mayo de mil ochocientos setenta y, cinco, la hermosa Perla del Norte de Santander, la culta San José de Cúcuta. A principios de junio siguiente, el suscrito, salvado providencialmente de tan singular catástrofe, salvaba a su vez el archivo de esta oficina y lo sacaba de los escombros de su casa de habitación, en donde tenía aquella, junto con esta hoja.

Conste, pues, por lo expuesto, por qué razón este protocolo está en un estado tan lamentable.

San José, junio de 1875.
El Notario, Juan E. Villamil»

Hay que agradecer a aquel honrado funcionario esa nota de la cordura y del juicio discreto, que fue como la partida de defunción del antiguo Cúcuta, autorizada por quien podía hacerlo, bajo la doble garantía de su buena fe de correcto ciudadano y de funcionario público. Cual-quiera se conmueve al leerla, en la postrera página de un protocolo viejo y roído, que soportó largas noches de intemperie y todavía guarda ese olor peculiar del moho de una humedad cincuentenaria. Hay que agradecerle también que el contexto de la nota corresponda a la veracidad del hecho; porque allí existe un archivo de cien y más años atrás de 1875, salvado escrupulosamente del incendio, de la lluvia y de los propios estragos del temblor. La conciencia de un hombre honrado supo detener la violencia de estos tres aspectos sombríos de la calamidad pública.



EL VERSÍCULO ESCUETO

Hacia la caída de la tarde, un caballero se encaminaba a su establecimiento mercantil, ávido de saber qué suerte habían corrido las existencias de sus depósitos, después de la catástrofe, y de las tres calamidades subsiguientes, el polvo, la lluvia y el saqueo. Su familia había quedado ilesa a las afueras de la ciudad, amparada por la sombra de un bosquecillo de cujíes, donde se proponía pasar la noche, previos los preparativos de un improvisado toldo que se debía levantar allí, con algunas piezas de manta de las abandonadas en el almacén. Era don Ildefonso Belloso, honorable comerciante zuliano, intrépido grumete en la batalla naval de Maracaibo en 1823, tronco de respetables descendientes, dos de los cuales seguían a la sazón estudios de medicina en la capital de la República, don Agustín y don Ildefonso Belloso Pérez, que después prestaron los servicios de su apostolado profesional en las sociedades de Chinácota y Cúcuta.

Al llegar al sitio de su almacén, el comerciante pudo apreciar de una sola mirada la totalidad de su ruina. Lo que no había sido extinguido por el terremoto o deteriorado por la lluvia, estaba entregado ahora a la lujuria del saqueo. Una turba despiadada de hombres y mujeres venidos de los campos y alrededores vecinos, entre los cuales conoció algunos que habían estado a su servicio doméstico, se repartían con salvaje generosidad todas las telas finas u ordinarias que antes habían lucido en los repletos armarios. Lo mismo pasó en todas las tiendas y establecimientos comerciales de Cúcuta, la totalidad de cuyos objetos y efectos adquirió en un momento, por efecto de la catástrofe, el carácter seductivo de bienes mostrencos. Allá iban los incapaces y los desheredados, los siervos infortunados del hampa, en lúgubre desfile, a celebrar la distribución del voluptuoso festín.

Aquel hombre tuvo la ecuanimidad de cruzarse de brazos y contemplar impasible la rapiña y el pillaje de su propia hacienda. Derramaría lágrimas de coraje al mirar el fruto de sus esfuerzos entregado a la rapacidad altanera. Porque no hubo ministro alguno de policía, ni guardias, ni corchetes, ni gendarmes, que hicieran respetar la propiedad. Todavía, para hacer más sarcástico el despojo, el comerciante oyó que se le decía con escarnio:

---¡ Se cumplió el manífica! Denle una piezita de listado para salir de él. ¡Se cumplió el manífica!

La turba famélica hacía alusión al versículo tremendo del cántico de la Madre de Dios, como tratando de establecer la justificación del asalto a presencia del mismo dueño de los bienes desaparecidos, que pretendía abatir con sus miradas de orgullo la desenfrenada violencia del despojo.

Esurientes implevit bonis et divites dimisit inanes. Colmó de bienes a los menesterosos y a los ricos los dejó en la inopia.

Versículo descarnado, despavorido y escueto, que truncaba con la soez blasfemia el bellísimo himno del Magníficat y fatigaba angustiosamente el imperio de la destrucción. Así, en la forma cruda que hemos descrito, se oía este estribillo, a modo de una consigna tristemente alentadora del apetito implacable de los salteadores, cabe las ruinas de todas las tiendas y almacenes saqueados...

Entonces fue cuando el doctor Foción Soto, al mirar el suyo desvalijado y maltrecho, con temple más estoico pero no menos altivo, autorizó a la turba merodeante para proseguir su oficio. Esta genialidad del distinguido hijo de Cúcuta, tampoco era el producto de una conformidad melancólica, sino igualmente, del orgullo que hallaba los brazos capaces para reponer la inevitable pérdida.



EL HACHÓN

Unas dos semanas antes de la catástrofe, una viejecita enlutada, con aire misterioso de adivina, andaba de casa en casa anunciando como muy cercana la aparición de una tenebrosa oscuridad durante tres días. Los repetidos temblores que antecedieron al del 18 de mayo y la predisposición de los espíritus al sobresalto, sacaban como probable este vaticinio siniestro, que caló en la conciencia de las gentes, prontas de ordinario a acoger la fatalidad de un presagio. En nuestro hogar se comunicó la noticia al Padre Gregorio Arenas, sacerdote coadjutor interino de la parroquia, muy estimado por sus prendas de lisura y sociabilidad de carácter, y por su espiritualidad ingenua, que en todas partes le fue pasaporte de agasajo y de obsequiosa hospitalidad. A pesar de su genio festivo, habitualmente bromista e inclinado a buscar el lado burlesco de las cosas, el sacerdote aconsejó, medio en chanza y medio en veras, que por medida de precaución se mandasen fabricar dos blandones de cera, del tamaño de los cirios pascuales, a propósito para dominar la prolongada obscuridad presagiada.

Los hachones fueron fabricados de la medida y condiciones que lo pedía la eventualidad de las circunstancias. Uno se perdió en la confusión de las ruinas y el otro fue hallado al acaso por uno de los miembros de nuestra familia. Ninguno pensó, sin embargo, que podría llegar la hora de que éste último prestase un servicio inapreciable, pero está visto que las cosas menos contempladas suelen tener en determinado momento la revaluación de la oportunidad.

Nuestra familia se refugió en un potrero vecino, en medio de la angustia y del pavor que son de suponerse, y allí aglomerada, entre las lágrimas de la desesperación, se velaban dos cadáveres: el del niño Tulio Ferrero Troconis, de cuatro años de edad, hijo de don Aurelio Ferrero y doña Cristina Troconis, y el de la niña Alcira Hernández, de catorce, hija del doctor Pedro José Hernández. Ambos fueron extraídos agonizantes de entre los escombros y muertos pocos momentos después, sin que el espectáculo de la muerte causase horror a los que habían presenciado tan de cerca su inmisericorde imperio en aquel funesto día.

Sobrevenida la noche negra y pavorosa, al través de un aguacero torrencial, que inundaba el piso sin defensa y traspasaba las lonas de la carpa que cubría el provisional refugio, alguien se acordó del hachón, que podría servir de pasajero alivio en la más amarga y dolorosa de las vigilias. Colocado, en efecto, en sitio aparente, a su rededor pedazos de cartón que le servían de farol para res-guardarlo del aire, el blandón permaneció ardiendo toda la noche y parte del día siguiente, como la única señal de actividad en aquella general postergación y abatimiento de todos los espíritus.

Al amanecer del día, dos huesas improvisadas sirvieron para recoger los cadáveres de Tulio y de Alcira. Manos piadosas señalaron los sitios con toscas cruces y flores silvestres arrancadas de los cercados vecinos. En medio del silencio del tétrico sepelio, uno de los concurrentes portaba en sus manos el blandón encendido, cuya tímida lucecilla acariciaba como una esperanza el promontorio recién apisonado de las dos fosas.



UNA JOYA HISTÓRICA

Entre las víctimas del terremoto que no murieron inmediatamente, pero que sintieron, por decirlo así, los espasmos de la más cruel agonía dentro de la inmensa sepultura de escombros que las circundaban, se cuenta la señora doña Fulgencia Andrade de Troconis, dama distinguida de Mérida, esposa de don José Antonio Troconis, y hermana del prócer de la independencia, General José Escolástico Andrade. Fue esta señora sacada de entre las ruinas, con el terrible estropeo y contusiones que le ocasionó la presión de una enorme viga que cayó sobre su espalda. Casi en estado agónico fue llevada en guando a la hacienda de El Caney, cerca de China-cota, a donde dispuso trasladar su numerosa familia don Aurelio Ferrero, su yerno. Allí murió un mes más tarde, el 18 de junio, después de padecer crudísimos dolores, y sin que sus labios se abrieran para preguntar qué suerte habían corrido en el temblor sus deudos, ¡catorce de los cuales quedaron tendidos en el tétrico campo! ¡Quizá la presentida dolorosa respuesta selló para siempre sus labios con imperturbable y trágico silencio!

Por allá hacia el año de 1836, el General Andrade había regalado como presente de bodas, a su mencionada hermana, un primoroso anillo, fabricado en Lima, cuyo encanto especial se concentraba en un bellísimo solitario, que confundía sus fúlgidos tonos con la gloria brillante de que fuera poseedor su primitivo dueño: el Mariscal Sucre. Este, después de la ilustre jornada de Ayacucho, lo había obsequiado a su ayudante de campo, que lo fue en aquella acción el entonces Coronel Andrade. Unía, pues, esta joya a su gran valor artístico el prestigio de su histórico origen.

El día de la catástrofe el anillo del cuento reposaba en las manos de una de las hijas de aquella respetable matrona, por uno de esos amables turnos que en las tradiciones familiares alcanza el uso de las alhajas de abolengo. La hija fue una de las víctimas del pavoroso día, y su cadáver se encontró, despojada la diestra de la codiciada y tentadora joya, que fue a parar a manos de los merodeadores que acechaban las ruinas, amparados por el pánico y desolación general.

Pocos días después, muerta ya la hermana del prócer, se presentó en la hacienda de El Caney un amigo de la familia, de profesión fabricante y pulidor de joyas, el cual presentó a don Aurelio Ferrero el anillo desaparecido, que aquel había recuperado en Pamplona por con-ducto de las autoridades, logrando sustraerlo de la mentida propiedad de un estafador, que había ido a ofrecerlo en venta al artista, en su condición de perito en el avalúo de alhajas y de piedras preciosas. El experto conoció inmediatamente el anillo inconfundible, porque alguna vez lo había tenido en su poder, con el encargo de re-montar el solitario. Era, por otra parte, de tan alto mérito la artística presentación de la joya, que a cuales-quiera ojos que la viesen por la primera vez se hacían inolvidables sus resplandores diáfanos.

Yo conocí a ese íntegro artesano, honrado a carta cabal, aprestigiado en el arte de batir el oro, celoso ciudadano, dotado de un gran espíritu público por cierto, que lo llevaba a desvelarse por los fueros del municipio y por el progreso del terruño, ocupando frecuentemente con honor una de las curules del ayuntamiento de Cúcuta: se llamaba Rafael Antonio Ramírez. De continente obeso y aun hercúleo, pesaba menos su cuerpo que los quilates de su integridad moral. Tuve la suerte de cultivar una estrecha amistad con este sujeto, doblemente excelente en su oficio y en su fisonomía moral, que me entretenía a menudo con sus platicares cuerdos y sencillos, en uno de los cuales oí de sus propios labios el epi-sodio que refiero, comprobado luego con las noticias de mi hogar.

Con fácil observación había descubierto Ramírez el anillo perdido; con inteligente treta lo había apartado de manos rapaces, pero es justo consignar que rehusó

siempre con digna altivez cualquiera recompensa que una elemental urbanidad aconsejase ofrecerle de albricias. ¡Como que muchas veces ofendieron éstas el pundonor de los hombres honrados!

Pero la histórica joya salvada de las garras de la rapiña y del dolo por la honradez de aquel noble artesano, no pudo serlo, empero, de las de la fatalidad.

Dicen algunos que el paujil, amante de los prodigios de la orfebrería, persigue las gemas y las joyas áureas, seducido por el brillo de sus inquietantes luces; otros creen que, por instintivo sentimiento, el apetito voraz de esta ave la lleva a deglutir piedras y metales, que la capacitan para hacer fácil el proceso de su laboriosa digestión. Lo cierto es que el paujil lleva en su copete una especie de enhiesto penacho, donde se ostenta incrustada una piedra parecida en sus azulados matices a un zafiro o turquesa; ni fuera deslucido encontrar una estrecha y cariñosa analogía entre la gracia pintoresca del morrión del ave y los tenues cambiantes de la celeste piedra.

En El Caney había una pareja de paujiles. Cuando de nuevo se desapareció el anillo (no bien guardado ni estimado acaso por efecto del constante sobresalto, del desorden y del ajetreo de aquella vida nómade), las gentes de la hacienda culparon a las aves del crimen de haberlo ingurgitado, tentadas de la joya o golosas del manjar.

Así fue como el histórico anillo que había adornado la mano que empuñó la espada de uno de los más ilustres generales de Colombia, tuvo tristes aventuras en el terremoto de Cúcuta, y vino a servir, por último, de voluptuosa presa de un ave de corral.

EL TELÉGRAFO

La República debe al doctor Manuel Murillo Toro, magistrado prudente e infatigable publicista, la inauguración del telégrafo en 1865, en que se dieron al servicio los primeros veinte kilómetros de alambre entre la capital y la población de Mosquera, en Cundinamarca. Cuando este ilustre ciudadano murió en 1880, ya estaban enlazadas con el hilo telegráfico las más importantes ciudades del país. Por lo que hace a San José de Cúcuta, el establecimiento del telégrafo tuvo lugar en mayo de 1874, habiéndose encargado de la dirección de la oficina el señor Carlos Delgado G., de Bucaramanga.

Apenas alcanzó a durar un año el servicio, cuando el alambre se reventaba a pedazos y los postes se hundían o se derribaban por efecto de la pavorosa catástrofe, todo lo cual hizo que la noticia llegara con angustiosa lentitud al corazón del país. Era un espectáculo triste el que en larga distancia del camino de Cúcuta a Chinácota ofrecía la multitud de postes, echados unos completamente a tierra, otros torcidos o inclinados, y todos denunciando el aspecto medroso del vencimiento, junto a las enormes grietas que la furia del temblor cavara. Se hubiera dicho que ni aun su noble misión de ser los custodios y centinelas del pensamiento humano los pudo inmunizar de los estragos del cataclismo.

La oficina telegráfica, que estaba situada en el segundo piso de la cárcel, en la esquina que hoy corresponde al Banco de la República, vino a tierra, pero los encargados de ella, que lo eran el señor Delgado y sus ayudantes, el después general Benjamín Herrera y don Francisco de P. Sánchez, salieron salvos de los escombros milagrosamente. Todo rodó hacia la ruina, mesas, pilas, rollos de alambre, aparatos, archivo, a tal punto que desprovista la oficina de los más humildes enseres, fue necesario prescindir de ella en esta ciudad, y trasladarla a la de Chinácota, de donde fue trasmitido el primer despacho en la misma tarde del día 18. El telegrama llegó al Socorro el día 20, y a la capital de la República el 22. Un servidor del ramo, el señor don Francisco J. Herrán, en sus Reminiscencias sobre el establecimiento del telégrafo, refiere así este episodio:

«A fines de 1875 solicité y obtuve que se me nombrara para ir a establecer la oficina de Santa Rosa de Viterbo, terminal por entonces de una nueva linea que acababa de construir el señor Paredes».

«El 21 de mayo de aquel mismo año transmitía yo con mi familia el primer telegrama que daba cuenta del espantoso desastre de Cúcuta, acaecido el 18 del mismo mes y año».

«Grande fue la tardanza en saberse esta aciaga noticia, porque la línea desde la salida de Chinácota hasta Cúcuta quedó totalmente destruida».

«Con motivo del trabajo superior a toda fuerza humana con que esta desgracia pública nos abrumó a los telegrafistas de traslaciones (Puente Nacional y San Gil) y de oficinas terminales, Bogotá y Bucaramanga (por causa del desastre), se nos decretó, cuarenta días después de no dormir ni vivir, abrumados de oficio y agotados de cansancio, una recompensa de diez y seis pesos, que todos nos apresuramos a disponer se hiciera ingresar a los fondos destinados para las víctimas de aquel suceso».

Como era natural, el telégrafo se congestionó con la multitud de despachos que de todas partes del país dirigían los particulares inquiriendo ávidamente noticias sobre la suerte de sus familias. El alambre transmitía también las voces de condolencia pública oficial que tanto el señor presidente del Estado de Santander como el de la República dirigían al país entero con ocasión de la devastación radical de estos valles...

En las impresiones del señor Azuero, que atrás hemos visto, se cuenta que «un joven telegrafista, quien hubo de ejecutar un prodigio de agilidad, presteza e inteligencia para conservar la vida, acompañaba al alcalde con una cafeterita en una mano y en la otra una sombrilla».

Uno de los telegrafistas, errante o desorientado en los escombros, para arriba y para abajo, portaba en sus manos una cafetera y una sombrilla. Se nos ocurre imaginar en estos dos objetos domésticos, de uso tan frecuente, los símbolos de lo que la ciudad perdía en el orden material: la riqueza de su comercio, representada en el licor alimenticio que había en la vasija, y la elegancia de sus construcciones urbanas en el techo frágil de una mísera sombrilla. La sombra del portador inconsciente de aquellos utensilios era como el más triste disfraz caricaturesco del terremoto de Cúcuta, y aun en el oficio de telegrafista, violentamente interrumpido, de quien los llevaba como que se encubría el fúnebre pregón de la general desgracia.



EN LA CÁRCEL

La vida despreocupada de las sociedades arroja a los rincones de la indiferencia urbana algunos seres infelices, en cuyo entendimiento quizá cupiera el concepto del sentido moral, si manos cariñosas los levantasen de caídos, en lugar de empujarlos al fracaso, rodeándolos de aquel fustigante ridículo que señala sus bufonadas o defectos dentro del significado de un sobrenombre que no tanto hizo popular la humilde psicología del que lo soportó, como la complacencia del público que lo impuso para hacer gala de su destreza en la irrisión y el escarnio.

En Cúcuta hubo antes y después del terremoto algunos tipos célebres, surgidos de la más ínfima de las clases sociales, de esos que la sociedad desprecia y la ley pretende proteger, castigando solamente el mal que han hecho o la ociosidad en que han vivido, sin preocuparse en absoluto por la finalidad de la sanción, que no debe ser otra que el mejoramiento individual.

No es corta la lista: La Trabuco era una mujer haraposa, mal hablada y murmuradora, que echaba por esos labios sartas de sapos y culebras, a ciencia y paciencia de las autoridades. Los muchachos estimulaban la superabundancia del sucio vocabulario para satisfacer la curiosidad cruel de la edad. La Lechuza era otro ejemplar de este género, que a todas horas oía en irritante burla el silbo con que la persiguiera la chiquillería ociosa, parecido en su inquieta tonadilla al canto del ave nocturna que se posa sobre los túmulos y los panteones. Cuarenta-días apodaban las gentes a un hombrecito pigmeo, conocido desyerbador de calles, a quien se culpaba de maltratar con sevicia a su mujer, en una copla que decía:

«Santiaguito el chiquito
mató a su mujer con un cuchillito del tamaño dél.
Hizo «jallacas» y puso a vender mas nadie las compra
porque son de hiel».

La Lima Dulce, era el apellido irónico de una mujer de fisonomía agria, en quien el eterno desgreño de la cabellera ponía mayor nota de acritud al continente. La Rosa Lara (este era su nombre), mujer apacible y quejumbrosa, que hacía de coco para los niños asustados por sus nodrizas, tenía la chifladura de lamentarse siempre de no haber sido protegida por su padre, el general de la independencia Bartolomé Salom, que había dejado en sus marchas de soldado recuerdos tenoriescos en Cúcuta y en San Cristóbal. La Tururura, era una mendiga miserable, quizá engendrada en el connubio ascoso del alcohol y de la sífilis, pero digna de lástima y de simpatía por las historias que contaba en aquella su fabla peculiar, balbuceante y tartajosa, a que alude una sarta de coplas que comenzaba:

«Hay en Ureña cierta criatura
de labios grandes y lengua oscura, 
a la que llaman "La Tururura".»

Pero los más célebres, eran El Venado y La Varona, que se hallaban en la cárcel el día del terremoto, purgando constantes y consuetudinarios desvíos. Tipos incorregibles, a quienes había unido el infortunio común, en ciertas nupcias que no carecían de apariencia idílica en medio del pesado fango de sus vicios. El se llamaba Rafael N., y ella Juana Barón, pero nadie los mentaba por su nombre bautismal, sino El Venado y La Varona. Porque él era en sus fechorías ágil y veloz como los ciervos; y ella, hombruna, arriscada y guapetona, por donde el vulgo había hallado particular consonancia entre su carácter y apellido.

Acerquémonos por un momento a ese lugar sombrío para saber lo que pasó allí en relación con sus doloridos huéspedes en la mañana del 18 de mayo. La estrecha vivienda que servía de prisión quedaba en el área de la Casa Municipal y se componía, como de ordinario sucede en todas nuestras poblaciones, de cuartos oscuros, desaseados e incómodos, donde junto con la libertad se priva a sus habitadores de la luz. La Casa Municipal era de dos pisos, se vino a tierra con el furioso temblor, y aplastó a los detenidos en la cárcel, que lo eran Octaviano Uribe (alias Afanador) y nueve compañeros más. Salieron con vida, en cambio, un poco lastimados por los golpes sufridos en la angustiosa defensa, los dos tipos de que hemos hablado.

La vida miserable de aquella pareja no fue extinguida por el terremoto. Burlesco el destino, quiso conservarla como para hacer más notorio el doble carácter despreciativo de aquellos despojos sociales, porque también la catástrofe los hizo sus despojos.

En 1881 todavía vivían estos dos seres, ocupados en menesteres de aseo e higiene de la población, castigados siempre de este modo por la autoridad: ella barría la plaza del mercado y calles adyacentes, después de que terminaba el bullicio de la feria; y él, lanza en mano, salía a perseguir los cerdos que llevaban suciedades a las riberas de la toma pública. Estas tareas comprendían los tres primeros días de la semana, y los otros tres eran de placer en los brazos de Baco, o de ocio en la mazmorra parroquial.

El feroz cataclismo, como hemos dicho, respetó la vida de aquella original pareja, que a nadie hacía falta, cuyo desaparecimiento a nadie habría condolido, y para la cual la muerte hubiera sido caritativa y sedante. Pero hay un misterio en la prolongación de las existencias estériles y fracasadas. Quién sabe si la Providencia las conserva para enrostrar a las sociedades sus vanos alardes de filantropía, o para decirles que, en la escala de las miserias, todas ellas son el producto de la injusticia humana.

LA VEGA

El nombre de la hacienda de La Vega. El refugio de los habitantes. La visita del Presidente de Santander. Una importante ley proteccionista. Enérgica acción directiva del Distrito de San José. Cómo era el caserío de La Vega. Impresiones epistolares de la época. Triunfo del barrio del Callejón. Perspectiva de ayer y de hoy.

«Acabo de llegar de las ruinas de Cúcuta. Todo queda allí en orden. Fundaráse provisionalmente una población en el sitio de La Vega, media legua al sur de la antigua ciudad, para impedir la dispersión de las gentes que habitan en toldos y restablecer en lo posible los negocios».

(Telegrama del doctor Aquileo Parra, Presidente del Estado, a su Secretario General, doctor Eliseo Canal, fechado en Chinácota a principios de junio de 1875).

«Parte de tierra o campo bajo, llano y fértil, situado a la orilla de un río que de ordinario lo riega» es la definición que da el diccionario castellano de la palabra vega, que la Academia hace derivar del vocablo arábigo betha, que es decir valle ameno en este último idioma. Entre nosotros no se ha perdido la acepción, y el vocablo, si bien de uso común y corriente, no ha sido desdeñado por los elevados tonos de la poesía. Vegas son los parajes aledaños a los ríos, singularizados por la humedad de que los nutre su habitual vecino, ordinariamente fértiles, por lo que son preferidos por los labradores para la siembra de la caña de azúcar.

Las vegas del Pamplonita a ambas riberas han sido siempre solicitadas con ahínco para el cultivo intenso de estas plantas, acerca de las cuales en un sentido moral, y por los nexos de analogía que se desprenden del jugo de sus tallos en relación con la industria confitera, podría decirse que endulzan las corrientes de aquel río, casi siempre manso, que es en lo doméstico nuestra arteria fluvial, suerte de diminuto Nilo, que ha obligado a los hacendados a reglamentar y mensurar sus aguas, temerosos de la sobriedad de su caudal, con una rigurosidad geométrica parecida a la empleada por los antiguos terratenientes de la región bañada por el gran fecundador egipcio.

La Vega de Carrillo, a orillas del Pamplonita, se llamó en tiempos antiguos la hacienda de caña y de cacao que el Padre José Quintero, por allá hacia 1762, según apunta un respetable historiador patrio, «dejó a los regulares de la Compañía de Jesús, que era trapiche con esclavos». Probablemente este nombre se extendió hasta lograr imponerse simplemente, sin aditamento posterior, a la extensa heredad del famoso propietario don Vicente A. Galvis. La Vega se denominó poéticamente esa finca, que hoy día, lo mismo que otras contiguas, está incrustada en la de El Resumen, nombre oscuro, insonoro y medio oloroso a didáctica, que, con todos estos defectos, ha triunfado sobre el de antaño, a pesar de que éste cuenta en su favor la antigüedad de la tradición y de la historia y las peculiaridades de la poesía.

Pasadas las primeras impresiones de pavor que la ferocidad del cataclismo dejara en los moradores, el instinto popular de un alojamiento provisional que pudo ser más prolongado, señaló el sitio de La Vega para la nueva población. No pocos de los sobrevivientes emigraron hacia el norte, con el designio de buscar en los vehículos fluviales del Zulia rápido transporte a la ciudad del Lago. Algunos se dirigieron al Táchira, los menos, porque la mayor parte de las poblaciones de ese Estado habían sido azotadas asimismo por la violenta convulsión. Mas no fue un simple capricho lo que llevó a los despavoridos habitantes a congregarse en el referido lugar: quizá la provocante despoblación de esos contornos, la vecindad del agua, la frondosa arboleda, el despejado horizonte de los prados inmediatos, todo eso fue tenido en cuenta por el instinto colectivo para elegirlo con propiedad y certidumbre, a orillas del doméstico río, como un pintoresco oasis, purificado del polvo y del pesado ambiente de desolación y mortandad que allá abajo emergía implacable de los lúgubres escombros.

Cuando el Presidente del Estado de Santander, en cumplimiento de altísimos deberes de filantropía civil, visitaba las ruinas de Cúcuta, ya encontró en La Vega blancos y ligeros edificios de lienzo y de lona, agrupados unos en la loma y otros en el valle, toldos, carpas, barracas e improvisadas tiendas, que hacían la impresión del portátil campamento israelita en el desierto. Aquí dio cumplimiento a sus diligencias de funcionario y su visita fue un signo de consolación para todos. La presencia del más alto representante del Estado hacía pensar que el espíritu de la patria se condolía de la muerte de una de sus más bellas hijas y que los nexos de la nacionalidad se avigoraban con mezcla de orgullo y pesadumbre delante del espectáculo de la desgracia colectiva.

«Seguí el 28 a Chinácota —escribe—; allí expedí el mismo día un decreto sobre nombramiento de empleados de las juntas calificadoras de auxilios del Departamento de Cúcuta y me puse en comunicación con el Presidente del Estado Táchira de la Unión Venezolana para acordarnos sobre el modo de impedir el saqueo de las ruinas y organizar la prestación de auxilios.

«Al fin emprendí el 30 mi última jornada, y llegué al sitio de La Vega, a inmediaciones del punto en que había existido la ciudad de San José. El conocimiento más preciso de las necesidades me indicó el camino que debía seguir en mis nuevas providencias: organicé la prestación de auxilios y nombré proveedor al filantrópico y valeroso ciudadano señor Gabriel Galvis; fijé el sitio de La Vega, cedido por el mismo señor Galvis, para cabecera provisional del Distrito de San José; establecí una comandancia militar, ordené la custodia de las ruinas reglamenté su excavación y nombré una comisión de sanidad; hice que se arroparan con cal los cadáveres que habían quedado al descubierto; mandé poner a salvo el archivo de la Notaría del Circuito; dicté varias providencias de carácter administrativo, y verbalmente di otras muchas órdenes sobre objetos de menor entidad, que no es posible comprender en esta relación. No tuve más tiempo que para visitar las ruinas de San José, El Rosario y San Antonio, a donde fui con el objeto de hacer un cumplido al noble y simpático jefe de la frontera, General Bernardo Márquez, que tan digna y honrosamente se manejó con nosotros en nuestros días de prueba y sufrimiento».

Lo anterior forma parte de la relación que el Presidente del Estado, refiriéndose a las providencias por él tomadas en los días del terremoto de Cúcuta, presentó a la Asamblea de Santander, reunida en el Socorro a mediados de septiembre de 1875. De aquella corporación emanó un proyecto de ley especial sobre distribución de auxilios a las poblaciones que sufrieron pérdidas por el terremoto del 18 de mayo de 1875, y fomento de su reconstrucción, que circuló en hoja suelta en la ciudad. No sabemos quién fue su autor, ni si la ley alcanzó sus regulares tramitaciones, pero es lo cierto que el proyecto, inspirado en levantado espíritu de civilidad y de caridad cristiana, se clasifica como de alta y aun extraña categoría científica, proveyendo minuciosamente a todos los detalles necesarios para la reconstrucción de las poblaciones desaparecidas. Obra acaso de un jurisconsulto tan notable como humilde, la historia calló su nombre y también las crónicas lo silenciaron, sin que póstero y tardío laurel viniera a coronarlo, por una de esas injusticias tan comunes en el fluctuante movimiento psicológico de los núcleos humanos.

En apoyo de nuestro aserto, nos bastaría citar al acaso los dos artículos siguientes:

«Artículo 28.—La nueva ciudad de San José de Cúcuta se reedificará en el punto o sitio que ocupaba la antigua población, consultando en cuanto sea posible la misma situación de las plazas y edificios públicos.

«Artículo 29.—El Presidente del Estado contratará inmediatamente uno o más ingenieros competentes que cuanto antes ejecuten las siguientes obras: 1ª Un plano topográfico de la ciudad que ha de reedificarse, calculado como para una población de 25.000 habitantes, con determinación precisa de los puntos correspondientes sobre el terreno y de los puestos que han de ocupar todos los edificios públicos de la ciudad, como son la casa municipal, la aduana, la cárcel pública, uno o dos templos, cuatro locales para escuelas públicas de ambos sexos, un local para teatro, un cementerio, un local para expendio de carnes, un mercado cubierto, la dirección del acueducto y de los caños matrices, las plazas públicas, el hospital de caridad, etc., y todo lo demás que disponga el Presidente del Estado; 2ª Los planos correspondientes a cada uno de estos edificios cuya construcción sea más urgente, los cuales señalará el Poder Ejecutivo, y los presupuestos de gastos de cada uno; 3ª Los planos de las casas municipales y de los locales de escuela que han de reconstruírse en cada una de las otras poblaciones destruidas por el terremoto y que el Poder Ejecutivo designe; 4ª Un plano del acueducto para la ciudad de San José, con sus ramificaciones, con una exposición sobre las obras de arte y presupuesto de gastos que requiera su ejecución, y 5ª Los presupuestos de gastos de los puentes sobre los ríos Pamplonita y Zulia.

La idea del legislador era buena y plausible, demasiado buena, excelente y plausible en proporción a los recursos y capacidades civiles de la región. Como pasa siempre entre nosotros, espléndidos para concebir y mezquinos para ejecutar, lo rumboso de la teoría se adelantó con enorme exceso a lo escueto de la práctica. No vino la protección del Estado en la forma que prescribía la prudencia de la ley, se alejó la fuerza centrípeta y movióse únicamente la centrífuga, para que quedase en claro cómo fue de vigoroso y de pujante el esfuerzo colectivo de la ciudad de Cúcuta. El distrito sólo tomó la dirección de las cosas y de una vez encomendó la ejecución del trazado al experto ingeniero don Francisco de P. Andrade, quien se dedicó a él con absoluta consagración, logrando realizarlo en breve con recomendable armonía y acierto científicos.

Pero de todos modos, la divulgación de aquella ley, siquiera fuese en proyecto, permitió augurar con seguridad la existencia efímera del campamento de La Vega, que con todo, para el mes de enero de 1876, ya contaba con una pintoresca ermita, templo provisional en donde oró la muchedumbre acobardada, y su respectiva plazuela, a cuyo derredor se celebraron las tradicionales e importantes procesiones de la Semana Santa; 'ya funcionaba allí la aduana, con sus bodegas y depósitos, dos escuelas, varios talleres y establecimientos mercantiles, >mercado semanal, además de algunas otras comodidades elementales que iba creando él espíritu de la congregación imperativa.

Viejas cartas que hemos hallado en el archivo familiar de don Aurelio Ferrero, nos dan a conocer el proceso de duración urbana en que discurrió el interesante caserío de La Vega, en medio de aquel tranquilo ambiente de alfoz o behetría en que discurrieron las cunas de las antiguas poblaciones de Castilla. Aunque esas cartas sólo reflejen impresiones personales, la oportunidad de la fecha y cierta precisión de detalles les prestan ahora valimiento histórico.

«Contesto tu carta de fecha 25, que desgraciadamente recibí tarde para hablarle al doctor Foción Soto, a quien escribí ayer sobre el asunto de la muerte de La Vega. Después del terremoto, en todo lo relativo a Cúcuta, la intervención del gobierno ha sido siempre poco discreta, y esta manera- de querer acabar con La Vega me parece, además, imprudente, porque han debido tener siquiera en cuenta que no han entregado a nadie todavía el pedazo de terreno de que puede disponer en las ruinas, y se comprende bien que las cosas de Cúcuta están y seguirán dirigidas de un modo no acorde con la protección general. Todo eso me desconsuela y quién sabe si al fin me veo obligado a quedarme del lado del Táchira».

(Chinácota, febrero 27 de 1876. — A don Trinidad Ferrero).

«No queda duda de que la traslación de las personas al callejón y el natural aumento del mercado de allí harán disminuir las ventas en La Vega; sin embargo, mientras se conserve allí la aduana, y no se acabe el mercado, creo que siempre habrá ventas regulares».

(Chinácota, marzo 2. — Al mismo).

«En cuanto a lo que es el área de las casas nada puedo decirle todavía, porque actualmente se hace por orden del gobierno un trazado para la nueva población, en el cual se ensanchan las calles y se agrandan las manzanas, con cuyo motivo algunas casas quedarán cortadas por las calles y otras encerradas dentro de las manzanas, y no sé si el gobierno piensa arreglar eso con los particulares o si pretende apoderarse de todo como bienes abandonados, lo cual es imposible suponer, dada su circunspección. Me dicen que la nueva población se carga mucho hacia el camino carretero, y si siguen así los terrenos de nuestras casas valdrían muy poco, pues la población no alcanzaría hasta ellos, que están muy lejos del callejón, donde principia el camino carretero». (Chinácota,

enero 20. — A don Juan Antonio Spannocchia, Florencia).

«Me informan que La Vega decae ya visiblemente porque es sensible el abatimiento de las ventas en bodegas y tiendas. Lo que sí parece decidido es que la población será del puente del callejón para arriba (hacia el sur), así es que las casas que hicieron más allá de dicho puente desmerecen día por día, y todo hasta ahora se carga de la calle de la plaza para el llano; sin embargo de todo esto, si algún otro fabricare al oriente de la plaza, yo tendría gusto en hacer la casa de la familia en donde mismo la tenía antes». (Chinácota, mayo 4. — A don Francisco Bousquet).

«La Vega cada día va en decadencia, y para nosotros esa decadencia se ha avanzado, porque el viento destrozó el toldo de nuestro establecimiento, y no pudiendo ya permanecer con la familia en lo que queda del rancho, se ha resuelto trasladarnos en la próxima semana a la nueva población». (Cúcuta, septiembre 3. — Al mismo).

Por las noticias anteriores, tomadas de fuente que nos merece el mayor respeto, se puede colegir que este proceso de vacilante durabilidad del caserío de La Vega comprendió los dieciocho meses transcurridos desde junio de 75 a diciembre del año siguiente, habiendo comenzado la agonía de La Vega simultáneamente con las agonías del año de 1876.

Sin embargo, todavía el año siguiente de 77 existía La Vega: en el parte detallado del combate de La Donjuana, suscrito por el General Sergio Camargo, a vuelta de referir la escaramuza ocurrida en el sitio de Aguasucia el día 28 de enero de 1877, se lee: «Después de un brioso esfuerzo y de tres horas de combate, sostenido temerariamente por el enemigo, logramos ponerlo en fuga, dejando en nuestro poder cinco muertos y tres heridos, y ocupamos las casas de la población de La Vega, donde pernoctamos». De todas maneras, aquella población, y debía de serlo puesto que el General Camargo le da este nombre, fue en el orden topográfico, una posada para la nueva ciudad de San José de Cúcuta; y en el cronológico, su cuna dilecta, con las fulguraciones y fugacidades de un relámpago.

Los trabajos de la carretera al río Zulia, como era natural, impusieron la traslación del poblado más hacia el norte; hasta el punto que se llama Puente de Plata, en memoria del notable galeno doctor Manuel Plata Azuero, vinculado a este suelo por la oriundez de sus antepasados. Don Agustín Yáñez, don Domingo Díaz y don Domingo Guzmán fueron los firmes abanderados de este movimiento, que al expirar 1877 acabó de cristalizar con éxito completo.

Para fines del expresado año, la misma respetable pluma, medio doliente y medio optimista, que nos ha guiado en la elaboración de estas notas, escribía a un amigo de Londres:

«Cúcuta se levanta con brío, y por el aspecto que llevan las cosas, dentro de veinte años o poco más, será una ciudad de mucha importancia. Desgraciadamente la guerra que estalló en el Cauca y que va haciéndose general, puede detener este admirable progreso. Lo que sí se repondrá muy difícilmente es la escogida sociedad que Cúcuta tenía y que en su mayor parte pereció en el terremoto».

A los cincuenta años de estos sucesos, no puede negarse que la ciudad se extiende nuevamente hacia el sur, halagada por las ventajas de un clima menos ardoroso, refrescado de ordinario por la sanidad peculiar de los vientos reinantes. Mañana los rieles que la han de unir con Pamplona y la construcción de la estación del Ferrocarril del Sur poblarán quizá de nuevo esos suburbios con vistosas quintas y aireadas mansiones, donde los risueños vergeles harán más deliciosa y fragante la diadema de la reina del Pamplonita.

BOLETIN OFICIAL NUMERO 3

Esta página, la Lista de las víctimas y el Boletín siguiente, editados primeramente en Pamplona, fueron publicados para conocimiento de la nueva generación, después de treinta años de permanecer en el archivo particular del señor Nepomuceno González. Son valiosísimas y quizás se hubieran extraviado, sin aquella oportuna reproducción. Traen las palpitaciones de la época y guardan aún el eco lejano de la consternación colectiva, cuasi en su propio escenario. «Pensad y sentid como nosotros hemos pensado y sentido leyéndolas», dijo persuasivamente su hallador.

BOLETÍN OFICIAL
Nº 3   Pamplona, junio 3 de 1875   Año 1
LA HECATOMBE DEL 18 DE MAYO
¡COLOMBIA ESTA HERIDA!

El 18 de mayo de 1875 hará época en la historia de los pueblos del Norte de Santander, y en los del Táchira en la hermana República de Venezuela.

Es con el corazón traspasado de dolor que nos descubrimos delante de las tumbas sacrosantas de tantas víctimas que vamos a registrar. En este padrón de desgracias y de infortunio el sentimiento se apaga y la palabra enmudece. Es preciso llorar.

Sobre esta larga lista caerán de nuevo torrentes de lágrimas, y se repetirán los ayes de tantos deudos, de tantos amigos, de tantas personas queridas, cuyo eco se oirá en todos los ámbitos de la República.

Allí, bajo los pesados escombros de la simpática ciudad de San José de Cúcuta, El Rosario, San Cayetano, San Antonio y otras poblaciones que fueron, quedan insepultos centenares de cadáveres, mártires de tan formidable cataclismo. Y centenares de seres vuelven con horror la vista sobre el pardo patíbulo de la naturaleza.

La ruina está consumada con los desgraciados acontecimientos del terremoto del 18 de mayo; y la guerra injusta e impía que se nos prepara, pondrá las últimas capas de tierra sobre los sepulcros de los infortunados hijos del norte.

He aquí la relación de las personas que han perecido.



LISTA DE LAS VÍCTIMAS

Como puede advertirse a la primera ojeada, esta lista, en que sólo figuran alrededor de 460 nombres, es incompleta. Formulada bajo las terríficas impresiones inmediatas del sacudimiento, no todos los nombres de las víctimas pueden estar en ella incluidos: unas veces la celeridad, otras la impresión desconcertante con que se tomaron los datos; frecuentemente la fatiga de los que la escribieron, sólo por mera curiosidad; y a menudo, el desconocimiento o la vaguedad de la filiación de muchas personas anónimas, son circunstancias que la señalan con las deficiencias del caso. Además, en el registro de defunciones del año de 1876, que reposa en el archivo de la Notaría 1ª, hay muchas partidas inscritas cuyos nombres no aparecen aquí. Se comprende que la autoridad dio orden de acusarlas para la estadística de la mortalidad del año anterior.

Pero el documento así, fallo, si queréis, ahonda la emoción... Da lugar a sugerir el cómputo total de las víctimas en la cifra de ocho a novecientas y aun a mil, en que lo han apreciado con prudencia testigos de la mayor respetabilidad.

LISTA DE LAS VÍCTIMAS DEL TERREMOTO DEL 18 DE MAYO DE 1875

Hombres:

Acebedo Joaquín. 
Acero Pedro. 
Andrade Antonio. 
Arciniegas Carlos. 
Azuaje Pedro. 
Báez Emiliano. 
Bassalo Felipe (italiano). 
Beccarino Hugo. 
Becerra Carlos. 
Bernal Félix. 
Berti José María (hijo del anterior). 
Berti Tancredi Andrés. 
Briceño Alberto. 
Briceño Manuel (sargento 29) 
Buendía Felipe.
Buendía José María.
Buendía Rafael. 
Bustamante José Gabino.
Bustos Hernán.
Cáceres Sacramento.
Camargo Juan y una hija.
Cárdenas Francisco.
Casanova Francisco e hijo.
Chiossoni Miguel.
Contreras Pedro Jesús.
Daza Juan de Jesús.
Díaz Carlos.
Díaz Eduardo.
Díaz Nepomuceno. 
Díaz Roberto. 
Diera Serrano Manuel. 
Durán Pedro J. y 2 hijos. 
Echeverría Heriberto. 
Estrada Alejo. 
Estrada Joaquín. 
Estrada José María. 
Ferrero Troconis Tulio (niño). 
Fossi Andrés. 
Fossi Héctor. 
Frayer Alberto (alemán). 
Fuentes Juan. 
Fuentes Marcelino. 
Gallardo Rafael. 
Gallego Juan. 
Gallegos César. 
Gallegos José E. 
Gallegos Mario (niño). 
Galvis Vicente (hijo). 
Galvis Vicente A. 
Gamboa Ambrosio. 
García Juan B. 
González Benito. 
González Mateo. 
González Meoz Antonio. 
Guerrero Miguel Nicandro (abog.) 
Guilén Alejo. 
Gutiérrez Francisco. 
Hernández Antonio. 
Hernández Aurelio. 
Hernández Bello Nicolás. 
Hernández Cruz. 
Hernández Daniel (de Cúcuta). 
Hernández José Anunciación. 
Hernández Manuel. 
Hernández Pedro José (abogado). 
Hospital (32 enfermos allí). 
Jiménez Jesús (soldado). 
Jordán Samuel y Jesús (niños). 
Lara Antonio y dos sobrinos. 
Lara Luis Felipe (niño). 
Lara Ovidio. 
Llanes Lino. 
López Alberto. 
Lozada Antonio. 
Luciani Juan (padre). 
Maldonado Santos (niño). 
Mantilla José. 
Márquez Juan de Dios. 
Martínez José María. 
Mateus Domingo Antonio, Pbro. 
Mazzei Troconis Eduardo (niño). 
Medina Amando. 
Medina Ramón. - 
Meoz Rafael. 
Monroy Marcos.
Monsalve Ceferino.
Montis Ernesto. 
Moreno Ignacio. 
Muñoz Manuel.
Murzi Marcos.
N. Camilo de Jesús (sirviente).
Navarrete Zenón (cabo 19)
Nieto Ricardo.
Olave Julio.
Ortiz Alejandro y Simón (niños).
Parra Tomás y 2 hijos.
Peñaranda José María.
Peñuela Pastor (hijo).
Pérez Francisco (de Táriba).
Pérez Francisco.
Pérez Miguel.
Prieto Ernesto (niño).
Prieto Leopoldo (niño).
Ramírez Aniceto (médico).
Ramírez Antonio (alias Duende)
Ramírez Antonio J.
Ramírez Antonio.
Ramírez David.
Ranjel Carlos.
Ranjel Jesús.
Ranjel Paulino.
Restrepo José de la Cruz.
Restrepo José Jesús.
Rincón Bernabé. Guerrero Adolfo. 
Rincón Evangelista.
Rivas Elías (padre).
Rivera Julián (cabo 29)
Rodríguez Agustín.
Rodríguez Mariano.
Román José María.
Romero Eusebio.
Romero Rafael (inspector de I. P.)
Rondón Silverio (sirviente).
Rosales Araón.
Rosales Samuel.
Ruiz Sebastián.
Sambrón Francisco (francés).
Sanabria Justo (amo de mulas).
Sánchez Juan e hijo.
Sanjuán Jesús.
Sanjuán Juan (padre).
Santana Francisco.
Santos Vespasiano.
Seballos Carlos (niño).
Serrano Fernando (registrador de instrumentos).
Serrano Silvestre (esposo de doña Josefa Antonia Soto).
Silva Luis (sirviente).
Silva Nepomuceno.
Silva Serrano Miguel.
Soulés José María (francés).
Suárez Francisco.
Téllez Félix.
Torres Antonio.
Torres José María. 
Troconis José Antonio (padre). 
Troconis Lucio R. 
Uribe Aurelio. 
Uribe Felipe, id. 
Uribe Juan de Dios, id. 
Uribe Octaviano (alias Afanador).
Urquinaona Ildefonso. 
Urquinaona N. (niño). 
Vale Alberto. 
Valencia José María (juez superior en lo civil). 
Vargas Abdénago.
Vargas Trinidad (dependiente).
Villamil Pedro.
Villamizar Clemente
Villamizar Jorge (niño).
Villamizar Jorge.
Villamizar P. Rafael (guarda- almacén de la aduana).
Villamizar Pedro (niño).
Zapata Pedro (niño).
Zerpa Gilberto.
Zerpa Jorge.

Mujeres:

Acero Dolores y una hija. 
Andrade Asunción. 
Añez Rosalina. 
Atalaya Antonia Rodríguez de. 
Avendaño Bárbara Soto de, e hija. 
Báez Francisca. 
Báez Gregoria. 
Baptista Mercedes. 
Bautista Mercedes. 
Bellos Adela. 
Berti Ida y Ernestina. 
Bocaranda Carmelita. 
Bocaranda Juana. 
Briceño Rosana. 
Buendía Carmen. 
Buendía Leocadia. 
Buendía Rosa. 
Burgos Saturnina e hija. 
Bustamante Dolores e hijo. 
Cabrera Ercilia y María. 
Capacho Juana de, 2 hijos y 2 nietos. 
Capacho Juana. 
Caracciolo Angela. 
Caridad Catalina. 
Carrasquero Agustina de. 
Carrasquero Sofía (niña). 
Castillo Lucía. 
Catalán América. García Estanislaa.
Chaustre Gabriela. 
Contrras Leonor. 
Dantré Juana. 
Díaz Ana María, Belén y Petronila. 
Díaz Luisa, Ana y Margarita. 
Díaz Rita (sirvienta). 
Duarte Juana. 
Echeverría Ascensión. 
Echeverría Leonor 
Estrada Concepción. 
Estrada Isabel. 
Estrada Josefa Antonia Caselles de. 
Estrada Villamizar Tomasa. 
Figueroa Dolores.
Folíaco Victoria y Delia.
Fontiveros Camila.
Fontiveros Julia.
Fortoul Agueda Añez Reyes.
Fortoul Carmen.
Fortoul Isabel.
Fossi Josefita Berti de y 2 hijos. 
Fossi Luisa.
Gallegos Carlota Jara de.
Gallegos Julia Pérez de.
Gálvis Delia y Soledad.
Gálvis Nicolasa.
Gandica Josefa.
Garbiras Ferrero Sara.
García Herreros María de Jesús Santander de.
García Herreros Trinidad Mantilla de y una hija.
García Mercedes Uribe de.
González María de Jesús (sirvienta).
González Soledad.
Govea Dolores Bosch de.
Guerrero Luisana Troconis de.
Guerrero María y Luisa
Guevara Díaz Luisa.
Guiatén Dolores.
Gutiérrez María Sacramento.
Hernández Alcira y Emiliana.
Hernández Balbina e hija.
Hernández Josefa.
Hernández Petra Arias de.
Hernández Ramona.
Herrera Vitalia.
Jácome Josefa.
Jácome Margarita.
Jácome Nicanora.
Jara María Luz.
Jordán Elvira y Trina.
Jordán Helena.
Jordán Mercedes Gutiérrez de.
Lara Mónica. 
Larrea Isabel. 
Lascano Amalia, Margarita y Ana Josefa.
Luján Mariquita. 
Mac-Gregor Paulina. 
Maldonado Teresa Fortoul de. 
Manjarrés Luisa. 
Manjarrés Mª de la Cruz. 
Mantilla Carmen de. 
Mantilla Luisa. 
Mantilla Mónica. 
Meoz Ana Wiltzew de. 
Meoz Anaís, Amelia y Ana. 
Merchán Emilia. 
Merchán María Paz . 
Mojica Carmen. 
Monroy Carmen. 
Montiel Bienvenida. 
Montiel Isabel Luján de. 
Montiel Luisa. 
Montilla Rosalía. 
Moreno Rosa. 
Moyano Antonia. 
Nazarís Corina Vale de y un hijo. 
Negrón Cándida y 3 hijos. Soto Bárbara.
Niño Mercedes. 
Niño Nicolasa. 
Novoa Indalecia. 
Ordóñez Ana y Noemí. 
Ordóñez Rosana Guarín de
Parra Josefa Ramírez de. 
Peñaranda Clara Loulés de. 
Peñaranda Clara. 
Peñaranda Jenara. 
Peñuela Rosalía, Susana y Mercedes. 
Pérez Ramona. 
Pérez Rita. 
Picón Josefa (sirvienta).
Prieto Anunciación y Herminia (niñas).
Quintero Lucía. 
Ramírez Ana Cleotilde.
Ramírez Bárbara.
Ramírez Elisa Bustamante de.
Ramírez Jenara.
Ramírez Ramona.
Ramírez Rita.
Ranjel Ana María y Luisa.
Ranjel Dolores.
Ranjel Francisca.
Ranjel Rosalía.
Reyes Inés.
Rivas Magdalena Hernández de y 2 hijos.
Rojas Carmen.
Romero Virginia Fontiveros de y 3 hijos.
Rosales Emilia Merchán de.
Rosales Fronilde, Josefina y Cleotilde.
Rosales Juana.
Rosalina Becerra y hermana.
Santana Estéfana.
Santos Bárbara y 2 hijas.
Se ignoran los apellidos de: 
Serrano Isabel.
Soto Bernarda Hernández de.
Soto Lorenza.
Susán Rosalía.
Trigos Chiquinquirá e hija..
Troconis Fulgencia Andrade de.
Troconis Josefa Concepción, María y Braulia.
Troconis Pepita.
Troconis Rosalía Febres Cordero de.
Urdaneta Catalina.
Uribe Carlina Soto de y 3 hijos.
Uribe Isabel.
Urquinaona Juana.
Vale Concepción, Josefa y Leticia.
Vargas de la R. Matilde Cabrales de.
Vargas Dolores.
Vargas Lucía Rodríguez de.
Villamizar Carmen y Rosa.
Villamizar Demetria.
Villamizar Justina Peñuela de y 1 hijo.
Villamizar María Evangelista.
Villamizar Sara.
Villamizar Trina Serrano de.
Villamizar Vicenta.
Vivas Josefa.
Weir Emma de y 2 hijos.

Se ignoran sus apellidos:

N. Amalia. 
N. Anunciación. 
N. Ascensión (sirvienta). 
N. Bernardina y 4 hijos. 
N. Bonifacia y la sirvienta. 
N. Carmela (sirvienta). 
N. Carmen e hija. 
N. Eduvina. 
N. Gregoria (sirvienta) y un hijo. 
N. Gregoria y 2 hijos. 
N. Herminda. 
N. Jacinta e hijo. 
N. Nicolasa. 
N. Sacramento (lavandera). 
N. Vicenta (a) la Brigada. 
N. Virginia.

TOTAL:

Mujeres = 253
Hombres = 208


BOLETÍN OFICIAL
Pamplona, 6 de junio de 1875 LA ACTUALIDAD

¡Qué situación! Desde el domingo 16 de mayo último no ha cesado de temblar. El horroroso sacudimiento de la tierra del 18 ha dejado consternadas estas poblaciones. Hoy a las siete y cuarto de la mañana un nuevo temblor nos ha vuelto a avisar que tenemos un pie al borde de la tumba y que su repetición con un poco de más violencia acabará de destruír los edificios, llevándose en sus ruinas las vidas que el acaso les presente.

Todo el mundo está indeciso. Nadie se anima a tomar el hilo de sus negocios. No hay a dónde volver la vista, pues habiéndose destruído las ciudades comerciales de San José de Cúcuta, Rosario, San Antonio, San Cristóbal, etc., todo anuncia desolación y miseria.

La gente vaga por las calles y plazas sin darse cuenta de tan apurada situación.

Las casas están abandonadas y la lluvia que se desencadena con tal furor, penetra por sus techos desentejados, transmitiéndose luego a las enormes grietas de sus paredones.

Nadie quiere entrar a sus habitaciones: allí está el recuerdo, la imagen viva de la espantosa hora del 18 de mayo que aterra y aflige.

Los establecimientos de educación están desiertos; sus 400 alumnos de ambos sexos se evaporaron en el momento del peligro.

Las familias se hallan acampadas en las colinas, plazas y solares, experimentando toda clase de privaciones; el frío, la humedad y el sereno, y sus tiernos hijos con el implacable sarampión, las abate y desespera. Pasa el día en la mayor incertidumbre y se espera la noche con terror; llega ésta, la gente se agrupa formando nuevas familias, y ya avanzada la noche se oye en unas toldas cantar en coro el «Santo Dios», en otras el «Trisagio», en otras las «Letanías», aquí se reza el «Rosario», más allá se ora y el que no reza contempla con amargura aquel cuadro conmovedor.

Con ansiedad se pregunta, «¿qué hacemos?» y todos callan con resignación.

Entre tanto que los ánimos decaen, que la imaginación divaga en tortuosas conjeturas, las autoridades políticas y algunos ciudadanos patriotas y de generoso corazón, trabajan sin tregua en busca de auxilios de todas clases y remitirlos a los campamentos, para socorrer y consolar a los desgraciados hermanos de Cúcuta, que no tienen más lecho que la caliente arena de aquellas playas, ni más techo que el azulado firmamento. Allí en aquellas casas blancas se ven retorcer en continua agitación, los esposos que perdieron a sus esposas, las esposas que perdieron a sus maridos, a los padres que perdieron sus hijos, a los hijos que ya no tienen padres; ¡y por último, a esa enorme masa de heridos y maltratados que claman la misericordia del cielo!

¡Ya no hay lágrimas! ¡El corazón no siente!

Fue de gran importancia para la seguridad social y para la tranquilidad de los sobrevivientes la llegada del doctor Aquileo Parra, presidente del Estado de Santander, al desolado sitio donde había tenido asiento la hermosa ciudad. Dictó oportunas medidas de reconstrucción, de vigilancia, de sanidad, de prestación de auxilios; y lo que es más importante, estableció una guardia militar para garantía de la atemorizada población, y en acuerdo con el jefe militar de la frontera en San Antonio del Táchira, General Bernardo Márquez, combinó la acción vigilante de las autoridades de uno y otro país, para impedir el merodeo y la rapacidad de los malvados.

El Presidente de Santander se colocó a la altura de sus deberes oficiales, y desde su sillón de magistrado dio un levantado ejemplo de gran civilidad y caridad cristiana, tendiendo la mano protectora de la ley al compatriota infortunado.

Dos días después de haber tomado posesión de la Presidencia del Estado de Santander, ocurrió el terremoto de Cúcuta, desgracia nacional que conmovió profundamente a todos los colombianos. En mi carácter de primera autoridad del Estado, dirigí a los santandereanos la siguiente:


ALOCUCIÓN DEL PRESIDENTE DEL ESTADO SOBERANO DE SANTANDER

« ¡Conciudadanos!

«El telegrafo ha venido anunciando desde ayer la consumación de una espantosa catástrofe. Segun los últimos telegramas recibidos de Bucaramanga, la bella i populosa ciudad de San José de Cúcuta ha quedado reducida a escombros por consecuencia del terremoto que tuvo lugar el 18 del corriente. Debajo de esas ruinas han debido de quedar sepultados centenares de conciudadanos i amigos nuestros, de los mas queridos; otros, no menos desgraciados, vagarán a estas horas por los campos exhalando horrorosos jemidos e implorando la misericordia del Cielo y la piedad de sus prójimos.

«En tan terrible emerjencia, es deber del Presidente del Estado dictar cuantas medidas sean conducentes a minorar los efectos de esa gran calamidad, entre ellas, la de excitar a todos los santandereanos a que ayuden, cada uno en la medida de sus facultades, a crear un fondo con que auxiliar a las personas que, privadas de hogar y de fortuna, reclaman imperiosamente este acto de beneficencia pública. Yo partiré en seguida a llevar los primeros socorros decretados por el Poder Ejecutivo nacional i el del Estado, i a pagar mi tributo de lágrimas en presencia de aquellas ruinas venerandas.

« ¡Conciudadanos! No es simplemente en nombre de la caridad cristiana, sino también en el del sentimiento de fraternidad, que con el corazón destrozado os dirijo este manifiesto.

Dios proteja al Estado.

«Aquileo Parra»

«Socorro, mayo 20 de 1875».

También dicté el Decreto que se leerá a continuación, por el cual se proveía a las necesidades públicas con motivo de los temblores de tierra ocurridos en el Estado:

DECRETO

Por el cual se provee a las necesidades públicas nacidas con motivo de los temblores de tierra ocurridos en el Estado.

El Presidente del Estado Soberano de Santander,

CONSIDERANDO:

1º Que se confirma la noticia de las desgracias ocurridas en el Departamento de Cúcuta con motivo de los temblores de tierra que tuvieron lugar en los días 17 y 18 del mes en curso, y que es un deber de la autoridad pública dar seguridad a las personas y a las propiedades desamparadas hoy con motivo de las calamidades a que se ha hecho referencia; y

2º Que varias familias e individuos han debido quedar en la indigencia en los pueblos afligidos por el siniestro en el Departamento de Cúcuta, siendo un deber moral de la sociedad el aliviar a los desgraciados;

DECRETA:

Artículo 1º El jefe departamental de García Rovira procederá a organizar una compañía de cincuenta soldados que pondrá a disposición del Jefe que designe el Gobierno, a fin de que marche inmediatamente al Departamento de Cúcuta con el objeto de dar seguridad a las personas y a las propiedades del Departamento.

Artículo 2º Abrase un crédito extraordinario al Presupuesto de gastos vigente por la cantidad de $ 1.000 para atender a los gastos que ocasione la organización y sostenimiento de la fuerza pública que se manda levantar por el artículo anterior.

Artículo 3º Los Jefes departamentales procederán a levantar una contribución voluntaria para el auxilio de las personas que hayan sido arruinadas por la catástrofe.

Artículo 4º Cada uno de los Jefes departamentales remitirá a la Secretaría General para su publicación en el periódico oficial una lista de los individuos que contribuyan con su contingente monetario a formar el auxilio decretado por el anterior artículo, expresando frente al nombre de cada individuo la cantidad donada.

Dado en el Socorro, a 20 de mayo de 1875.

Aquileo Parra. 
El Secretario General, Eliseo Canal.

Se organizó inmediatamente la compañía militar de que habla el Decreto. Me encaminé, como era mi deber, hacia el lugar de la catástrofe; y en vía para Cúcuta supe en Piedecuesta que se había levantado una cuadrilla de malhechores, por lo cual dicté el Decreto siguiente:

DECRETO

Por el cual se manda organizar una fuerza armada para contener la desmoralización en que se hallan los valles de Cúcuta.

El Presidente del Estado Soberano de Santander, teniendo en cuenta las noticias que se han recibido del estado de desmoralización en que se halla el Valle de Cúcuta,

DECRETA:

Artículo 1º Levántese por el Jefe departamental de Soto inmediatamente una fuerza de cincuenta hombres, por enganchamiento o inscripción voluntaria, para que marche a los valles de Cúcuta a dar protección a las personas y a los auxilios que se envíen para los desgraciados.

Artículo 2º Nómbrase Capitán de la fuerza al señor Ricardo Quevedo. Los oficiales los nombrará el Jefe departamental.

Artículo 3º Abrese un crédito adicional al presupuesto de gastos del presente año por la cantidad de mil pesos ($ 1.000), la cual pondrá el Colector de Hacienda del Departamento a disposición del Capitán o Habilitado del cuerpo.

Artículo 4º Excítese a los habitantes del Departamento a prestar sus armas, los que las tuvieren, para armar con ellas las fuerzas que se organizan por este Decreto.

Dado en Piedecuesta, a 23 de mayo de 1875.

Aquileo Parra. 
El Subsecretario de Gobierno, encargado del Despacho, Zoilo Villar.

El Presidente de la República inició la recolección de auxilios en favor de los desgraciados habitantes de los valles de Cúcuta; la Municipalidad de Bogotá se suscribió con la suma de $ 2.000; la Cámara de Representantes, a moción del doctor Camacho Roldán, resolvió incluir en el presupuesto de créditos adicionales la suma de $ 80.000 para auxiliar a las víctimas del terremoto, y la misma Cámara, a propuesta del doctor Luis Carlos Rico, aprobó por unanimidad esta proposición:

«La Cámara de Representantes deplora como una gran calamidad nacional las desgracias de que ha sido víctima el Estado de Santander en los días 18 y 19 de los corrientes, y presenta a ese Estado sus expresiones de profunda condolencia».

Una gran reunión, promovida por el Presidente doctor Pérez, se congregó en el atrio de la catedral, y allí pronunció la sentida alocución que no puedo menos de insertar en estas Memorias(1).

El doctor Camacho Roldán hizo una proposición, en la cual, después de muy, oportunos considerandos, se resolvía crear una Comisión Nacional de Socorros, compuesta de los señores Santiago Pérez, Presidente de la Unión;

Ilustrísimo señor Arzobispo de Bogotá; Eustorgio Salgar, Gobernador de Cundinamarca; Juan Obregón, Presidente de la Junta General de Beneficencia, y de los señores Joaquín Sarmiento, Ramón del Corral, Pedro Navas Azuero, Cándido de Latorre, Rafael Núñez y Miguel Samper. A este grupo de ciudadanos el meeting resolvió agregar al doctor Camacho Roldán.

El Ilustrísimo señor Arzobispo coadyuvó en la labor caritativa que se emprendió, y ofreció expedir una pastoral.

El mismo día de la reunión llegó a Bogotá un telegrama de Chinácota, en que el doctor Eugenio Castilla daba cuenta de la destrucción completa de Cúcuta.

El 26 de mayo llegué a Pamplona, e inmediatamente comuniqué al Presidente de la Unión que teníamos médico, botica y víveres, que los socorros debían mandarse en dinero, y que me entendería con las autoridades de Venezuela para ofrecerles la cooperación del gobierno nacional para aliviar las víctimas del otro lado de la frontera.

Para que el lector se forme una idea de lo espantoso de la catástrofe, reproduzco algunos párrafos de una carta del doctor Severo Olarte:

«Parece un sueño. Cúcuta, Rosario, San Antonio, San Cristóbal, San Cayetano, Táriba y muchos otros pueblos ya no existen . La mayor parte de sus habitantes sucumbieron el 18 del presente en pocos instantes. La bella, rica y floreciente Cúcuta guarda entre sus ruinas su riqueza y sus hijos queridos; quedan el luto, el terror y la desolación. Aquí (Pamplona), encuentra usted las casas abandonadas y las familias habitando en los potreros y cerritos inmediatos a la población, los edificios en su mayor parte listos para desplomarse al primer temblor que los mueva; los ánimos abatidos y el pensamiento divagando.

«En presencia de aquella tremenda desgracia y sobre los escombros de la simpática Cúcuta, y cuando empezaba el incendio de los almacenes, un manto negro cubrió el cielo y cayó en seguida una copiosa lluvia sobre los desamparados y sobre tantos heridos. Los ayes de las víctimas y los gritos desesperados de aquella gente completaban el cuadro más desgarrador que se haya visto. La polvareda, el humo y el huracán envolvían en sus siniestras columnas a los desgraciados, formando un pavoroso horizonte. Los corpulentos árboles se arrancan de cuajo, los cerros se abren, las piedras ruedan, el cementerio brota los cadáveres de su seno, y todo queda asolado».

Era de suponerse que aquel cúmulo de elementos y circunstancias, a cual más aterradoras, produjera en lo general un pánico conmovedor; pero no tal, ¡quién lo creyera! en los momentos de tan apurado conflicto se dan cita los bandidos de todas partes y caen como cuervos hambrientos sobre las ruinas y se matan unos con otros por disputarse los tesoros que contenían las cajas y los despojos de los muertos.

Nombré Jefe departamental al doctor Foción Soto y puse a su servicio el batallón Boyacá; de regreso de Cúcuta comuniqué a mi Secretario General, doctor Eliseo Canal, en telegrama de Chinácota, lo siguiente: «Acabo de llegar de las ruinas de Cúcuta. Todo queda allí en orden. Fundaráse provisionalmente una población en el sitio de La Vega, media legua al sur de la antigua ciudad, para impedir la dispersión de las gentes que habitan en toldos y restablecer en lo posible los negocios».

Sobre la conducta de nuestros vecinos el doctor Eliseo Canal dirigió el siguiente telegrama: «Los Estados de Táchira y Zulia se han apresurado a enviar auxilios a nuestros compatriotas en desgracia. La fraternidad americana ha sido dignamente representada por los gobiernos y el pueblo de la vecina República. ¡Gratitud para ella en la Historia y en el corazón de Colombia!»

El 15 de septiembre de 1875 se reunió la Asamblea Legislativa del Estado. A ella di cuenta de los actos de mi Administración, particularmente de los hechos que ejecuté con motivo del terremoto de Cúcuta. Reproduzco en seguida parte de lo que dije en mi informe a aquella Corporación:

«Como el envío de víveres —decía yo— para las víctimas, y de una fuerza armada que diese seguridad a las personas juntamente que a las propiedades abandonadas en las ruinas, eran las primeras y más urgentes necesidades, contraje mi atención a satisfacerlas en cuanto fuera posible, y obré con la actividad que exigían las circunstancias excepcionales en que, en mi carácter de Jefe de la Administración Pública, estaba colocado. Dirigí un telegrama al Poder Ejecutivo Nacional participándole la infausta nueva, y expedí un decreto por el cual establecí una contribución voluntaria para el auxilio de las víctimas de la catástrofe, que sobrevivieron al rudo desbaratamiento de aquellas poblaciones, y mandando organizar en el Departamento de García Rovira, el más cercano a Cúcuta, donde había algún parque, una fuerza de cincuenta hombres, que inmediatamente marchara a las ruinas, a órdenes del diligente y honorable patriota señor Domnino Castro. Este decreto se envió por la posta el 20, día de su fecha, y el 25 pasaba ya por Pamplona dicha guarnición, a cumplir su destino: mas, a ella se había adelantado el Director de la Casa de reclusión penitenciaria, señor Fortunato Bernal, con parte de la fuerza pública del Estado y algunos reclusos que armó, y llegado a los valles de Cúcuta se había declarado en ejercicio de un poder discrecional, asumiendo el nombre de Jefe Civil y Militar, en el cual empleo funcionaba como Secretario suyo el señor Leonardo Canal. Semejante paso, atrevido por cierto, fue la salvación, pues estos dos enérgicos ciudadanos, echando sobre sí toda la responsabilidad legal y moral, se establecieron en las ruinas, arrojaron de ellas los bandidos que las saqueaban, y dieron seguridad a las personas e intereses que habían quedado en el más completo desamparo. El Jefe Civil y Militar cesó en sus funciones inmediatamente que yo llegué a los valles de Cúcuta, y en el mismo día informó detalladamente de las providencias que había dictado y ejecutado sobre la custodia de las ruinas.

«El Poder Ejecutivo Nacional me autorizó para disponer de diez mil pesos de los fondos de la República para proporcionar a las víctimas los primeros auxilios, y con esta base de recursos emprendí marcha a los valles de Cúcuta el 22 a las siete de la mañana, llevando al Subsecretario de Gobierno que autorizara mis actos. Mi primer punto de parada fue la ciudad de San Gil, donde me detuve unas tres horas con el objeto de dar algunas instrucciones relacionadas con la adquisición de auxilios, y al día siguiente, a las doce de la mañana, ya estaba en Piedecuesta; allí me informé de que el vandalismo imperaba en las ruinas, y mandé organizar una fuerza de más de veinte hombres, que también partió a su destino al día siguiente. El resto del día, hasta las ocho y media de la noche, en que seguí a Bucaramanga, lo ocupé en dar órdenes por el telégrafo, sobre acopio de auxilios y envío de médicos a los valles de Cúcuta.

«En la ciudad últimamente nombrada eran demasiado alarmantes las noticias, y por más que quise, no pude salir de ella hasta las doce del día 24, pues creía más importante disponer lo necesario que llegar precipitadamente al término de mi viaje, sin haber preparado los recursos que con tanta urgencia se pedían. En Bucaramanga, pues, se organizó una nueva fuerza, compuesta de veinte hombres, que armó y dio de sus propios miembros el Club de Soto; expedí un decreto por el cual organizaba la contabilidad e inversión de los fondos nacionales y de las donaciones destinadas a auxiliar a los habitantes de Cúcuta; ordené la compra de un botiquín, solicité médicos que fuesen a las ruinas, y preparé, en general, el envio de toda clase de auxilios, dejando para ello los fondos suficientes.

«En Pamplona, a donde llegué el 26, proseguí mi tarea con datos más seguros, porque allí se conocía mejor la situación; por mis decretos de fecha 27 ordené la publicación de un boletín, donde se insertaran las disposiciones que fuera dictando; establecí reglas para distribuir auxilios de tránsito a las personas que se salvaron de la destrucción y a quienes la necesidad obligaba a abandonar su país; fundé hospitales de salvamento en los campamentos de los pueblos destruídos, para atender a la curación de los estropeados por el terremoto y atacar cualquier epidemia que se levantase a favor del nuevo método de vida y de la putrefacción de los cadáveres en un clima tan ardiente y predispuesto como aquel, y nombré empleados de las juntas calificadoras de auxilios de ese Departamento y del de Cúcuta.

«Hechos estos trabajos y puestas en ejecución mis disposiciones, seguí el 28 a Chinácota; allí expedí el mismo día un decreto sobre nombramiento de empleados de las juntas calificadoras de auxilios del Departamento de Cúcuta, y me puse en comunicación con el Presidente del Estado Táchira de la Unión venezolana, para acordarnos sobre el modo de impedir el saqueo de las ruinas y organizar la prestación de auxilios.

«Al fin emprendí el 30 mi última jornada, y llegué al sitio de La Vega, a inmediaciones del punto en que había existido la ciudad de San José. El conocimiento más preciso de las necesidades me indicó el camino que debía seguir en mis nuevas providencias; organicé la prestación de auxilios y nombré proveedor al filántropo y valeroso ciudadano señor Gabriel Galvis; fijé el sitio de La Vega, cedido por el mismo señor Galvis para cabecera provisional del Distrito de San José; establecí una Comandancia Militar; ordené la custodia de las ruinas, reglamenté su excavación y nombré una comisión de sanidad; hice que se arroparan con cal los cadáveres que habían quedado al descubierto; mandé poner a salvo el archivo de la Notaría del Circuito; dicté varias providencias de carácter administrativo, y verbalmente di otras muchas órdenes sobre objetos de menor entidad, que no es posible comprender en esta relación. No tuve más tiempo que para visitar las ruinas de San José, El Rosario y San Antonio, a donde fui con el objeto de hacer un cumplido al noble y simpático Jefe de la Frontera, general Bernardo Márquez, que tan digna y honrosamente se manejó con nosotros en nuestros días de prueba y sufrimiento.

«Los diez mil pesos que el Gobierno Nacional me autorizó para disponer, los distribuí en mi tránsito para los auxilios que debían suministrarse: di mil pesos al señor Juan Francisco Gómez J., Jefe departamental de Soto; cuatro mil al señor Juan Antonio Hernández, Jefe departamental de Pamplona; quinientos al señor Higinio Trujillo, Administrador Subalterno de Hacienda Nacional del mismo distrito; mil al señor Ildefonso Belloso, Tesorero de la Junta de auxilios de Chinácota; tres mil al señor Foción Soto, Jefe departamental de Cúcuta; doscientos cincuenta al señor Esteban Lamus, parte de sus sueldos como médico del hospital de Chinácota, y ciento al señor Severo Olarte, para raciones de la fuerza llevada de Bucaramanga.

«Una ley nacional facultó al Poder Ejecutivo de la Unión para aplicar ochenta mil pesos al auxilio de las víctimas del terremoto, y mandó poner con el mismo objeto ciento veinte mil pesos más a disposición de la Asamblea Legislativa del Estado.

«El Poder Ejecutivo Nacional, por Decreto de 22 de junio, número 289, facultó al de Santander para invertir los mencionados ochenta mil pesos, de los cuales han remitido hasta ahora cuarenta y cuatro mil.

«También han sido puestas a disposición del Gobierno del Estado varias sumas de dinero donadas por otros gobiernos, por corporaciones e individuos particulares, que ascienden a $ 36.577.51%, y las de los vecinos del Estado, consistentes en $ 5.491.473/4. Total de las sumas consignadas hasta ahora, $ 96.068.99. Lo que haya por gastar de esta suma y los $ 156.000, que aún no ha mandado pagar el Gobierno general, es el fondo de que puede disponer la Asamblea para auxiliar la reconstrucción de las poblaciones destruidas del Valle de Cúcuta.

«Ignoro que se haya puesto siquiera en duda la pureza con que los empleados subalternos y las juntas auxiliares han administrado el fondo de auxilios; pero sí se ha dicho ya en un periódico, publicado en la capital de la Unión, que una parte de ese fondo fue destinada a otros objetos del servicio público, con miras políticas interesadas. Inmediatamente que tuve conocimiento de aquello, dispuse que por la Secretaría General se publicara una protesta contra tan maligna imputación».

(Memorias del doctor Aquileo Parra)



LEY ESPECIAL

Sobre distribución de auxilios a las poblaciones que sufrieron pérdidas por el terremoto del 18 de mayo de 1875, y fomento de su reconstrucción.

Acerca de esta importante Ley, repetimos lo que hemos dicho en uno de nuestros escritos:

«No sabemos quién fue su autor, ni si la ley alcanzó sus regulares tramitaciones, pero es lo cierto que el proyecto, inspirado en levantado espíritu de civilidad y de caridad cristiana, se clasifica como de alta y aun extraña categoría científica, proveyendo minuciosamente a todos los detalles necesarios para la reconstrucción de las poblaciones desaparecidas. Obra acaso de un jurisconsulto tan notable como humilde, la historia calló su nombre y también las crónicas lo silenciaron, sin que póstero y tardío laurel viniera a coronarlo, por una de esas injusticias tan comunes en el fluctuante movimiento psicológico de los núcleos humanos».

Como se ha de ver, hemos procurado respetar la ortografía usual de la época en este documento, que circuló en la ciudad en hoja suelta, sin pie de imprenta y sin fecha, del cual conservamos un ejemplar. Este fue sin duda un proyecto escrito para presentarse en la Legislatura del Estado, que no sabemos si llegó a la categoría de Ley. Con todo, merece consignarle aquí, por las proporciones que destaca en orden a una sana apreciación del arte de la edificación urbana.

ESTADO SOBERANO DE SANTANDER
La Asamblea Lejislativa,
DECRETA:



CAPÍTULO 1º

Del fondo de auxilios

Art. 1º El Estado acepta las donaciones hechas i las que se hagan para reparar los daños i pérdidas ocasio-

nadas por el terremoto de 18 de mayo último en el Departamento de Cúcuta, i se hace cargo de la administracion e inversion de esas donaciones en los términos de la presente ley.

Art. 2º Las sumas de dinero recibidas ya i las que en lo sucesivo se reciban de individuos o asociaciones públicas o particulares, nacionales o estranj eras, o del Tesoro nacional o de los Estados, que no tengan determinada aplicación, constituyen un fondo especial que en ningún caso podrá tener otra aplicación distinta de la que por esta ley se le señala.

Art. 3º Aplícanse del Tesoro del Estado, para dicho fondo y por una sola vez, cincuenta mil pesos que se tomarán del producto integro de la renta o impuesto establecido sobre las mercancías estranjeras por la ley fiscal compilada en 1874, el cual se recaudará desde 1º de enero de 1876 en adelante i se aplicará especialmente al pago de este ausilio.

Art. 4º El Presidente del Estado procederá inmediatamente a solicitar i contratar en empréstitos a interes, hasta de un doce por ciento anual, la cantidad dicha de cincuenta mil pesos para el fondo de ausilios, quedando autorizado para dar en hipoteca o garantía del empréstito i sus intereses el producto del impuesto sobre mercancías estranjeras.

Si no pudiere obtenerse el empréstito, se aplicará como ausilio el producto íntegro de ese impuesto hasta dejar cubierta la cantidad dicha.

CAPÍTULO 2º

Distribución y administración de los auxilios.

Art. 5º De la cantidad votada por la lei nacional LIII, de 31 de mayo último, se destinan, de conformidad con el espíritu de esa lei, cincuenta mil pesos para ponerlos a disposicion de la Asamblea Lejislativa del Estado del Táchira, de la hermana República de Venezuela, con el objeto de que los distribuya o aplique como lo estime conveniente entre las poblaciones de aquel Estado arruinadas por el terremoto del 18 de mayo último.

Art. 6º Lo restante del monto disponible de los ausilios se dividirá en cien unidades que se aplicarán a los objetos siguientes:

hasta diez unidades, a juicio del Presidente del Estado, para socorrer a los huérfanos desvalidos menores de edad i a los que quedaron inválidos para trabajar, por causa del terremoto mencionado; cuarenta unidades para la construccion de edificios i obras de servicio público en las poblaciones arruinadas del Departamento de Cúcuta; y cincuenta unidades para fomentar la reconstrucción de habitaciones particulares en las mismas poblaciones.

Art. 7º La determinacion de las porciones de que trata el artículo anterior la hará cuanto antes el Presidente del Estado sobre la cantidad disponible en dinero, y sobre las sumas que se recauden a medida que ingresen al fondo de ausilios.

Art. 8º Las sumas destinadas a los objetos espresados en el articulo 6º, se invertirán en ellos observándose las siguientes reglas jenerales:

Regla 1ª

Si la porcion para socorrer a los huérfanos e inválidos alcanzare a una cantidad tal que, colocada a interes en algun Banco, sus intereses fueren suficientes para pagar a cada agraciado una pension mensual de diez pesos, el Poder Ejecutivo dispondrá que así se haga; i en este caso los huérfanos solo tendrán derecho a la pension hasta el dia en que lleguen a ser civilmente mayores de edad, i los inválidos por el tiempo que dure su invalidez. Si el producto de los intereses no alcanzare para abonar la pension mensual dicha, la porción de socorros se distribuirá entre todos los agraciados por partes iguales que no excedan de $ 200 a cada uno.

Una junta compuesta del Alcalde del distrito o aldea respectiva, del Presidente del Cabildo, del Tesorero municipal, i de dos vecinos nombrados por el Presidente del Estado, calificará en cada localidad, verdad sabida i buena fe guardada, según las pruebas que quiera exigir u obtener, el derecho a recibir pensión o socorro por orfandad desvalida o por invalidez grave causada por el terremoto. Para este efecto, reunida la Junta, señalará un término de veinte días y lo anunciará por bando público para que ocurran personalmente los que se crean con derecho al auxilio; i calificados que sean la Junta expedirá a cada uno un certificado en que se expresen el nombre, edad i domicilio del agraciado i el motivo por el cual se le concede, i pasará al Jefe departamental una relación nominal de los certificados expedidos.

Los certificados expedidos por la Junta no serán endosables; ni podrá embargarse, enajenarse o empeñarse el derecho que ellos conceden al agraciado.

Habrá acción popular para denunciar ante el Jefe departamental las calificaciones indebidas hechas por la Junta, i en este caso el Jefe departamental suspenderá los efectos de las calificaciones denunciadas i resolverá sobre ellas en virtud de las pruebas que tenga a bien proporcionarse.

Regla 2ª

La porción destinada a la construcción de obras de servicio público, se distribuirá así: la mitad se destinará para obras públicas en la ciudad de San José de Cúcuta; la cuarta parte, para auxiliar la construcción de edificios municipales en cada uno de los otros distritos i aldeas que fueron arruinados en dicho Departamento, i se repartirá a cada localidad por el Presidente del Estado en razón de la población i necesidades peculiares de cada una; i la otra cuarta parte, para construir un puente sobre cada uno de los ríos «Pamplonita» i «Zulia», a inmediaciones de los sitios de San José de Cúcuta i de San Cayetano.

Las cuotas que correspondan a las poblaciones del Rosario, San Cayetano, pueblo de Cúcuta i demás comprendidas en el reparto, serán puestas a disposición de la respectiva Municipalidad para que las invierta en la construcción preferente de la casa municipal i de los locales para Escuelas públicas. En San Faustino, el Cabildo del distrito de San José dispondrá lo conveniente para la construcción de tales edificios. La construcción de estos i de las demás obras públicas en la nueva ciudad de San José se hará con arreglo a las prescripciones de esta ley.

La construcción de los puentes sobre el «Pamplonita» i el «Zulia» se hará de la manera que determine el Presidente del Estado.

Regla 3ª

La porción destinada a fomentar la construcción de habitaciones i edificios particulares formará un fondo permanente para este exclusivo objeto.

Regla 4ª

Los auxilios recibidos con aplicación especial i determinada, de que trata el artículo 2º de esta ley, se aplicarán al objeto a que fueron destinados, en los términos que disponga el Presidente del Estado.

Art. 9º

El Presidente del Estado suspenderá inmediatamente todo gasto de los auxilios recibidos en dinero, i contratará cuanto antes con el banco que ofrezca más facilidades i ventajas el depósito en cuenta corriente con interés de las cantidades de dinero disponibles i de las que en adelante se reciban para el fondo de auxilios, prefiriendo en igualdad de circunstancias al Banco de Santander.

Art. 10.

El Colector de Hacienda de Cúcuta será el pagador de las órdenes que se giren contra el fondo de auxilios, i llevará una cuenta especial de las cantidades que reciba para atender a esos pagos, comprobando su inversión de la manera que determine el Poder Ejecutivo. Los pagos serán ordenados por el Jefe departamental de Cúcuta en la forma i con los requisitos que determine el Poder Ejecutivo. La cuenta especial del Colector será examinada i fenecida mensualmente por el Secretario general, quien publicará en la Gaceta un conocimiento de las operaciones de cada mes.

§ El Presidente del Estado asignará al Colector una remuneración de uno por ciento sobre las cantidades que del fondo de auxilios maneje, remuneración que no es-cederá de $ 600 anuales i se pagará del mismo fondo.

Art. 11.

La porción destinada al socorro de inválidos i huérfanos será pagada a los agraciados, a más tardar en el mes de febrero próximo, si hubiere de hacerse por prorrateo, como está previsto en el artículo 8º En este caso, el pago se hará personalmente al agraciado al presentar el certificado que le haya expedido la Junta, al pie del cual se extenderá el recibo correspondiente. El sobrante que resultare indivisible en el prorrateo, acrecerá a la porción destinada a obras públicas.



§ En el caso de que esta porción alcance para las pensiones de que trata el artículo 8º, tales pensiones empezarán a pagarse desde el 1º de febrero de 1876, cambiándose los certificados respectivos por otra clase de títulos cuya forma determinará el Poder Ejecutivo. En este caso, las pensiones que vayan quedando vacantes se aplicarán a las escuelas rurales del Departamento de Cúcuta; i cuando todas hayan terminado, se aplicará a la instrucción secundaria del Estado la porción íntegra de tales socorros.

Art. 12.

La porción destinada a obras de servicio público se invertirá en ese objeto, dándose preferencia primero a las respectivas casa i cárcel municipal, en seguida a los locales para escuelas, i después a las demás obras que determine el Cabildo, o el Presidente del Estado en su caso. Estas obras pueden hacerse por contrato o por administración observándose las leyes sobre policía; i las cárceles tendrán departamentos separados para hombres i mujeres.

.- 1º Los contratos se celebrarán con el mejor postor, previa licitación y de conformidad con el pliego de cargos que formará el Presidente del Estado.

.- 2º El sobrante, si lo hubiere, de la cantidad destinada a la construcción de los puentes sobre los ríos «Pamplonita» i «Zulia», acrecerá a la suma repartible para obras de servicio municipal.

Art. 13.

La porción destinada a la reconstrucción de las poblaciones se invertirá en ese objeto, dividiéndola en lotes de a doscientos pesos, que se adjudicarán a quien los solicite, con arreglo a lo que se dispone en los artículos siguientes.

Art. 14.

Habrá una Junta de Fomento compuesta del Jefe departamental, del Colector de Hacienda, del Presidente del Cabildo de San José i del Tesorero municipal, la cual se reunirá cada vez que la convoque el Jefe departamental para que ejerza las siguientes funciones: 1ª Convocar a licitación, con quince días de anticipación, por lo menos, para adjudicar los lotes que haya disponibles a los que quieran tomarlos con las condiciones que se expresarán en el pliego de cargos; 2ª, Calificar las seguridades que ofrezcan los licitadores, pudiendo rechazarlas o exigir otras mejores a su satisfacción; 3ª, Adjudicar a cada licitador el número de lotes que la Junta estime conveniente otorgarle, el cual no podrá exceder de veinte para un mismo licitador; i 4ª Cumplir las de-mas obligaciones que le imponga el Presidente del Estado. El Secretario del Jefe departamental lo será también de la Junta de Fomento.

Las Corporaciones municipales de las poblaciones interesadas podrán nombrar un comisionado que concurra con voz i voto a las deliberaciones de la Junta, i estas no se interrumpirán porque dejen de concurrir alguno o algunos de los comisionados.

Art. 15.

Puede ser licitador todo individuo capaz legalmente para obligarse, cuyos fiadores o seguridades ofrecidas hayan sido aceptadas por la Junta.

Art. 16.

La solicitud de adjudicación puede hacerse por escrito o de palabra ante la Junta; i, aceptadas las seguridades, se firmará en presencia de la misma Junta, por el licitador y sus fiadores, el documento correspondiente. Al pie de éste extenderá la misma Junta una nota suscrita por todos los miembros i por el Secretario, en que se expresará el número de lotes adjudicados al licitador, la circunstancia de haber sido firmado el documento en presencia de los miembros de la Junta, i la orden al Colector para que pague al licitador el valor de los lotes adjudicados.

La Junta tendrá preparados documentos impresos, de acuerdo con el modelo que le dará el Presidente del Estado, de manera que los licitadores i sus fiadores puedan firmarlos sin demora. De tales documentos quedará talón en poder de la Junta.

Art. 17.

El Colector de Hacienda pagará inmediatamente los lotes adjudicados i ordenados por la Junta, recogerá el documento con recibo de la suma pagada al licitador, i lo conservará en su poder y bajo su responsabilidad. Además del recibo al pie del documento, el licitador otorgará al Colector otro recibo por separado y por la misma suma, el cual servirá de comprobante en la cuenta del Colector.

Art. 18.

Dicho documento así constituido tendrá valor de instrumento público contra el deudor principal i sus fiadores, i acción hipotecaria sobre la casa o edificios a cuya construcción aplique el licitador los lotes que le fueren adjudicados.

Art. 19.

El licitador que reciba uno o más lotes, queda sujeto a las siguientes obligaciones: 1ª A construir dentro del área de la respectiva población una habitación suficiente para cuatro personas cuando menos; 2ª A que dentro del término de diez meses contados desde la fecha de la adjudicación presentará techada la parte principal de la casa, cuando menos; 3ª A que si no cumple con esta obligación, devolverá inmediatamente el dinero recibido i pagará una cuarta parte más para indemnizar el perjuicio que su culpa ocasiona; 4ª A que, además de cumplir con la obligación de construir la casa, devolverá el dinero recibido consignándolo en la Colecturía del Departamento en tres pagos que verificará por terceras partes a los diez i ocho, veinticuatro i treinta i seis meses contados desde el día de la adjudicación; i 5ª A que en caso de demora en los pagos, abonará un interés de uno por ciento mensual por el tiempo de la demora.

Art. 20.

Cuando la casa en construcción fuere por sus dimensiones de importancia considerable a juicio de la Junta, ésta, a solicitud del licitador, podrá prorrogarle hasta por otros cuatro meses el término para presentar techada la parte principal. Concedida la prórroga se es-tenderá por la Junta la nota del caso en el documento otorgado por el licitador.

Art. 21.

Vencidos los términos, si el adjudicatario no hubiere cumplido la obligación contraída, se le cobrará ejecutivamente a él, o a sus fiadores, la suma que resulte a deber.

Art. 22.

No serán admitidos como licitadores, ni como fiadores de un licitador, los individuos a quienes se hayan adjudicado ya veinte lotes, ni los que se hayan obligado como fiadores hasta por veinte lotes.

Art. 23.

El adjudicatario que haya construido su casa, no pagará interés alguno por el uso del dinero recibido durante los plazos que tiene para devolverlo, i tendrá derecho a que se le admita la casa en garantía de la deuda hasta por la suma que la Junta estime justo.

Art. 24.

Las seguridades que debe prestar el licitador consistirán en la hipoteca de finca raíz, o en un fiador que responda mancomunadamente con el licitador de las obligaciones que contrae.

Art. 25.

En el reglamento que expida el Poder Ejecutivo en ejecución de esta ley, se determinará el modo de dar por cumplidas las obligaciones del licitador a quien se adjudicare algún lote de dinero.

Art. 26.

Tendrán participación en la porción destinada al fomento de las poblaciones destruidas, todas las que lo fueron en el Departamento de Cúcuta. El Presidente del Estado fijará la proporción en que la Junta de Fomento debe distribuir entre dichas poblaciones los lotes de dinero que hayan de adjudicarse en cada licitación, para lo cual se tendrán en cuenta el número de habitantes i las necesidades peculiares de cada localidad.

Art. 27.

Durante quince años continuos se invertirá en su objeto, en los términos de esta ley, la porción destinada al fomento de las poblaciones destruidas por el terremoto mencionado. Vencido ese término, todos los valores existentes i provenientes del fondo de auxilios que el Estado administra, se aplicarán al fomento de la instrucción secundaria del Departamento de Cúcuta en la forma que determine la ley.



CAPITULO 3º

Reconstrucción de poblaciones


Art. 28.

La nueva ciudad de San José de Cúcuta se reedificará en el punto o sitio que ocupaba la antigua población, consultando en cuanto sea posible la misma situación de las plazas i edificios públicos.

Art. 29.

El Presidente del Estado contratará inmediatamente uno o mas ingenieros competentes que cuanto antes ejecuten las siguientes obras: 1º Un plano topográfico de la ciudad que ha de reedificarse, calculado como para una población de 25.000 habitantes, con determinación precisa de los puntos correspondientes sobre el terreno i de los puestos que han de ocupar todos los edificios públicos de la ciudad, como son la casa municipal, la Aduana, la cárcel pública, uno o dos templos, cuatro locales para escuelas públicas de ambos sexos, un local para teatro, un cementerio, un local de expendio de carnes, un mercado cubierto, la dirección del acueducto i de los caños matrices, las plazas públicas, el Hospital de caridad, etc. i todos los demás que disponga el Presidente del Estado; 2º Los planos correspondientes a cada uno de estos edificios cuya construcción sea mas urgente, los cuales señalará el Poder Ejecutivo, i los presupuestos de gastos de cada uno; 3º Los planos de las casas municipales i los de locales de escuela que han de reconstruirse en cada una de las otras poblaciones destruidas por el terremoto i que el Poder Ejecutivo designe; 4º Un plano del acueducto para la ciudad de San José, con sus ramificaciones, con una exposición sobre las obras de arte i presupuesto de gastos que requiera su ejecución; i 5º Los presupuestos de gastos de los puentes sobre los ríos «Pamplonita» i «Zulia».

Podrá adoptarse el plano formado de orden de la Municipalidad de San José, si él satisface a las condiciones que preceden.

Art. 30.

En la formación del plano de la ciudad se consultará en cuanto sea posible la comodidad i conveniente distribución de los edificios públicos i de las habitaciones de particulares, teniendo en cuenta lo dispuesto en el art. 28. Las calles serán rectas, su latitud no será menor de diez i seis metros, ni su longitud excederá de cien metros. Para cada edificio público se destinará por lo menos la extensión de media hectárea, i estos puestos se marcarán en el plano con señales que los distingan de los demás. Del plano de la ciudad se sacarán dos copias iguales, para que se conserve un ejemplar en el Cabildo de San José i otro en la Secretaría general.

Art. 31.

Ele ido el sitio para la reedificación de la ciudad, el Presidente del Estado procederá a comprar el terreno necesario, con los edificios que haya en él, si no se obtuviere por cesión gratuita de los dueños; o se expropiará conforme a las leyes, para lo cual se declara por la presente que ese caso es de necesidad pública.

Art. 32.

Adquirido el terreno i levantado el plano, el Presidente dispondrá que se saquen a remate en pública subasta i por lotes determinados, áreas continuas del terreno destinado a edificios particulares, empezando por el centro i avanzando uniformemente en todas direcciones. El remate se hará por dinero que podrá pagarse en dos o más contados con plazo que no exceda de ocho meses.

Los dueños de áreas en la ciudad destruida tendrán derecho a ser preferidos en la adjudicación o remate de las mismas áreas o de la parte de ellas sacada a licitación.

Art. 33.

Los primitivos dueños de áreas tendrán derecho a que en pago de su crédito se les compense el área expropiada con otra equivalente de las que van a re-matarse.

Art. 34.

Los gastos que exijan los servicios de ingenieros i la adquisición del terreno se harán de la porción destinada a fomentar la reconstrucción de aquellas poblaciones, i a ese mismo fondo ingresará el producto de la venta de lotes para edificios de particulares.

Art. 35.

La construcción de los edificios públicos podrá hacerse por contratos o por administración a cargo de un ingeniero, como crea más conveniente el Poder Ejecutivo, i principiará cuando el mismo lo disponga.

Art. 36.

En la reconstrucción de las poblaciones del Rosario, San Cayetano y demás que fueron destruidas, se observarán las prescripciones de las leyes sobre policía i lo que las respectivas municipalidades dispongan.



CAPITULO 4º

Disposiciones generales.

Art. 37.

Los habitantes del Departamento de Cúcuta estarán exentos durante cuatro años de todo servicio militar que no tenga por objeto la defensa i apoyo de las autoridades legítimas dentro del Departamento, la protección a las personas i propiedades conforme a las leyes, i la defensa nacional en caso de guerra exterior.

Lo dispuesto en el artículo 3° de la ley 36 fiscal del corriente año no comprenderá a los distritos cuyas poblaciones fueron arruinadas por el terremoto.

Art. 38.

A la reconstrucción de la ciudad de Cúcuta se destinarán los reclusos de la Penitenciaria en los mismos términos en que se han empleado en la obra del camino carretero de dicha ciudad a la de Pamplona.

Art. 39.

El Presidente del Estado reglamentará la ejecución de esta ley, complementará sus disposiciones de conformidad con su espíritu, i resolverá todas las dudas que lleguen a suscitarse.



Art. 40.

Esta ley se publicará en el periódico oficial i en los demás periódicos que el Poder Ejecutivo considere oportuno.


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